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Lecciones de
Max Weber para las democracias asediadas
Sep 5, 2025ENRIQUE
KRAUZE
MÉXICO D.F. - ¿Cómo conciliar la
política y la ética o, siendo más realistas, cómo manejar la tensión entre
ambas? Esta es la pregunta que se planteó el sociólogo alemán Max Weber en
"La política como vocación", una conferencia que
pronunció ante la Asociación de Estudiantes Libres el 28 de enero de 1919,
durante la efímera Revolución de Múnich. Más de un siglo después, su ensayo
sigue siendo un duro recordatorio de los peligros superpuestos de la demagogia,
el liderazgo carismático y el fanatismo ideológico.
En el centro del ensayo de Weber
hay una pregunta crítica: ¿Cuál es el fundamento ético de la política? Su
respuesta radica en el ahora famoso contraste entre la "ética de la
convicción" y la "ética de la responsabilidad". Aunque reconocía
la fuerza moral de la primera, Weber se inclinaba por la segunda. Para él, una
verdadera "vocación política" exigía un compromiso apasionado con una
causa, pero atemperado por la moderación, el desapego y, sobre todo, un
profundo sentido de la responsabilidad. Sólo un político con tales cualidades,
argumentaba, merecía "poner su mano en la rueda de la historia".
Por el contrario, advertía Weber,
los demagogos de su época encarnaban una tendencia peligrosa. "Actuando
bajo una ética absoluta", escribió, estos líderes se sentían responsables
"sólo de velar por que no se apague la llama de la convicción: por
ejemplo, la llama de la protesta contra las injusticias del orden social".
Si sus acciones no logran el fin deseado, "responsabilizarán al mundo, a
la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así".
Weber comparó a los
revolucionarios alemanes de aquel periodo con los teólogos del siglo XVII que
esperaban el inminente regreso de Cristo: ambos exhibían un "chiliasmo
orgiástico" y una ferviente creencia en una "apertura escatológica de
la Historia." Demagogos, revolucionarios y profetas por igual proclamaban
un futuro radiante que siempre estaba a nuestro alcance. Para acelerar su
llegada, nada parecía imposible. Pero ningún fin, por sagrado que fuera, podía
justificar que se ignoraran las consecuencias reales de los medios.
La crítica de Weber se extendía
incluso a los pacifistas. Dado que la fuerza es el instrumento ineludible y
definitorio del poder, Weber advertía contra "la ingenuidad de creer que
del bien sólo procede el bien y del mal sólo el mal". Con demasiada
frecuencia, argumentaba, ocurre lo contrario, y "quien no lo vea es un
niño, políticamente hablando". De esa paradoja extrajo una lección más
amplia: en ningún lugar era más evidente la "trágica deformación" de
la condición humana que en la política. Por eso, consideraba la política como
la "lenta perforación de duras tablas".
Pero aunque Weber no ofrecía
recetas para la salvación o la felicidad, tampoco abogaba por la pasividad, el
conservadurismo o la política reaccionaria. En su lugar, propuso una forma
apasionada pero realista de defender los valores más elevados de la humanidad.
Esta era, para él, la esencia de la "ética de la responsabilidad".
Los demagogos, revolucionarios y
pacifistas anónimos que Weber criticó en su conferencia -los abanderados de la
"ética de la convicción"- fueron Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg y
Kurt Eisner, líder de la Revolución de Múnich y entonces jefe del gobierno
revolucionario de Baviera. Los asistentes recordaron que Weber los citó por su
nombre, pero los omitió en la versión impresa, que se publicó meses después del
colapso de la revolución.
Weber también dejó sin nombrar a
otro personaje en su conferencia: el "tipo puro" de político que
encarnaba la "ética de la responsabilidad". Ese personaje no era otro
que el propio Weber.
La pasión secreta de Weber
Weber tenía 54 años cuando
pronunció su conferencia de Múnich. Para entonces, era un sociólogo y filósofo
social muy respetado, con una obra monumental -aunque inédita en su mayor
parte-. Había llegado a Múnich para reanudar su vida académica tras años de
retiro forzoso debido a una larga y dolorosa depresión.
Su postura política en aquella
época desafiaba cualquier clasificación. Como muchos de sus contemporáneos,
Weber era un entusiasta partidario de la Primera Guerra Mundial: "Sea cual
sea el resultado, esta guerra es grande y maravillosa", escribió en agosto
de 1914. En particular, su apoyo no estaba impulsado por el romanticismo pangermánico,
sino por el realismo.
Según Weber, Alemania tenía un
destino geopolítico ineludible: mientras Suiza podía ser la guardiana de
"la libertad y la democracia" y de "valores culturales mucho más
íntimos y eternos", Alemania no tenía más remedio que afirmar su poder
frente a la Rusia zarista y la hegemonía angloamericana.
Como recordaría más tarde el
filósofo Ernst Bloch, Weber vestía uniforme todos los domingos. Ansiaba servir
en el frente, pero su contribución adoptó otra forma: se dedicó, con la misma
intensidad disciplinada que ponía en su erudición, a dirigir los hospitales
militares de Heidelberg.
Sin embargo, al poco tiempo, el
entusiasmo de Weber dio paso a la desilusión. Las estrategias políticas,
diplomáticas y militares del Kaiser le parecieron no sólo equivocadas, sino espectacularmente
estúpidas. Lo que había defendido como una guerra necesaria y defensiva contra
el imperialismo ruso se había transformado en una temeraria empresa
expansionista encabezada por "locos" militares y sus aliados
industriales.
Weber denunció la política
anexionista de Alemania en Bélgica y predijo correctamente que los ataques de
submarinos a barcos civiles arrastrarían a Estados Unidos a la guerra. En su
opinión, ningún líder político estaba a la altura del momento: ni el káiser
Guillermo II, al que despreciaba, ni la sucesión de cancilleres que capitularon
ante la arrogancia de los militares. "¡No hay un solo hombre de Estado,
uno solo, para manejar la situación! Y pensar que ese hombre que no existe es
indispensable", escribió en 1915 a su viejo amigo, el pastor y político
liberal Friedrich Naumann.
Durante un tiempo, Weber incluso
creyó que podría ser un estadista de ese tipo. En 1916, viajó a Berlín para
intentar poner "la mano en la rueda de la historia", pero sus
esfuerzos quedaron en nada. Ni sus previsiones sobre las consecuencias
económicas de la guerra ni sus planes de actuar como representante informal de
Alemania en Polonia -concediendo a ese país ocupado cierta autonomía-
recibieron la menor atención. "Es muy poco probable que haya algo para
mí", se quejaba. Incluso sus amigos más devotos, como el psiquiatra y
filósofo germano-suizo Karl Jaspers, temían que sus actividades políticas le
distrajeran de su trabajo académico.
Sobre todo, Weber lamentaba la
inutilidad de ser un político vicario. Aunque confesaba estar "harto de
irrumpir en los despachos de la gente para 'hacer algo'", seguía aferrado
a la esperanza: "Todos saben que, si me necesitan, siempre estaré a
mano".
Weber creía que en aquella época
la política tenía un único objetivo primordial: asegurar el futuro de Alemania
persiguiendo la paz. Pero no apoyaba la paz a cualquier precio, y menos aún el
humillante acuerdo que, en su opinión, proponían los pacifistas. La república,
creía, sólo podría sobrevivir si la paz preservaba su dignidad.
En su lugar, Weber imaginó una
alternativa constitucional y republicana que rechazaba tanto el militarismo
pangermánico como la revolución social. Desde la Revolución Rusa de 1905, y
especialmente después de que los bolcheviques tomaran el poder en 1917, Weber
había escrito extensamente sobre el socialismo, descartándolo por inviable
desde el punto de vista político y práctico. No veía ningún camino plausible
para hacer realidad la visión utópica del Manifiesto Comunista.
Aunque la política era la pasión
secreta de Weber, y siguió siéndolo durante el resto de su vida, su papel
político le seguía siendo esquivo. Incapaz de aconsejar, influir, mandar o influir
directamente en los acontecimientos, continuó enseñando mientras se dedicaba a
su monumental libro de 1920Sociología de la religión.
Un profeta sin seguidores
Los jóvenes daban esperanzas a
Weber, pero ¿podría aportarles claridad en medio de la confusión que estaban
viviendo? Dos años antes de pronunciar "La política como vocación",
Weber presidió unos seminarios en el castillo de Lauenstein, en Baja Sajonia, a
los que asistieron destacados escritores de diversas tendencias políticas y un
círculo de estudiantes con tendencias liberales, socialistas y pacifistas. Como
contó más tarde su esposa Marianne en su exhaustiva biografía, aquellas reuniones se convirtieron en
un ensayo del conflicto generacional que pronto se extendería fuera de la sala
de conferencias y a las calles de Múnich.
Entre los jóvenes que asistían a los
seminarios de Weber se encontraba el intenso y atormentado poeta y dramaturgo
Ernst Toller. Veterano de la Gran Guerra gravemente herido, Toller había pasado
de los hospitales psiquiátricos a las celdas de las prisiones a causa de su
militancia pacifista. Su preocupación, como escribió más tarde en sus memorias, iba "más allá de los pecados del Kaiser
o de la reforma electoral", los temas que abordaba Weber. Él y sus
camaradas querían nada menos que "crear un mundo nuevo, cambiar el orden
existente, cambiar el corazón de los hombres".
Los estudiantes, recordaba
Marianne Weber, respetaban el "ethos controlado" de su marido y su
"sobria incorruptibilidad", pero se erizaban ante "esa mente
científica que era incapaz de ofrecer una forma sencilla de resolver los
problemas y que se preguntaba sobre cada 'ideal social' por qué medios y a qué
precio podía alcanzarse."
Pero Weber no desesperó, instando
a sus alumnos a "cascar las duras nueces" del trabajo científico y a
buscar el conocimiento de sí mismos y del mundo a través de datos objetivos y
no de "revelaciones". No creía en la profecía social. Sin embargo,
como observó Marianne, sentía un profundo parentesco no con los incomprendidos
padres de la ciencia, sino con el profeta bíblico Jeremías, un "titán de
la invectiva" que denunciaba por igual a su rey y a su pueblo. Sin
apóstoles a su lado ni esperanzas de éxito, Weber siguió adelante, impulsado
únicamente por la rectitud de su crítica. "Le envolvía", recuerda
Marianne, "el patetismo de la soledad interior".
¿De dónde procedía ese realismo
trágico? Desde muy joven, Weber supo que era inmune al hechizo y la comodidad
de la religión o de sus sucedáneos ideológicos. Entendió ese hechizo lo
suficientemente bien como para convertirlo en el tema de algunas de sus mejores
obras, pero sus intereses le impulsaron en la dirección opuesta, hacia la labor
científica de desmitificar el mundo.
En el universo de Weber no había
lugar para ilusiones ni simplificaciones. Su concepto de "tipos
ideales" ofrecía un marco para comprender los sistemas económicos, las
instituciones jurídicas, la ética religiosa y las fuentes de la dominación política.
Pero si algo definía la condición humana era la inevitabilidad del conflicto.
Frente a esta dura e irreductible realidad, Weber consideraba la política como
la vocación más noble, ya que ninguna otra actividad tocaba tan profundamente
el núcleo trágico de la vida. En su nivel más alto, la acción política podía
elevar la existencia misma, modelando su calidad moral.
Pero el hombre que llegó a Múnich
en noviembre de 1918 descubrió que los mismos estudiantes a los que una vez
había predicado la "ética de la responsabilidad" en el castillo de
Lauenstein seguían ahora a Eisner, un líder carismático animado por la
"ética de la convicción", un demagogo sacado directamente de las
propias páginas de Weber.
De la esperanza a la
desesperación
La Revolución de Múnich se desarrolló
entre noviembre de 1918 y mayo de 1919 en tres etapas -socialdemócrata,
anarquista y comunista- antes de ser aplastada por una reacción nacionalista y
antisemita que acabó dando lugar al Partido Nazi.
Comenzó tras la derrota de
Alemania en la Gran Guerra. La exaltación de 1914, el fervor patriótico y la
embriaguez de la gloria prometida habían dado paso al racionamiento, el hambre,
la enfermedad y la muerte. Casi dos millones de soldados alemanes habían muerto,
con más de cuatro millones de heridos y otro millón de prisioneros. La Rusia
bolchevique ya estaba fuera de la guerra en virtud del Tratado de
Brest-Litovsk, y el destino de Alemania dependía ahora de Francia, Gran Bretaña
y Estados Unidos.
En Weimar se proclamó una
república el 9 de noviembre bajo el liderazgo del Partido Socialdemócrata
(SPD). Pero la democracia parlamentaria era un resultado intolerable para los
revolucionarios que aspiraban a emular -y en última instancia superar- el logro
de Lenin. Pronto estallaron levantamientos en varios puertos y ciudades.
En Berlín, Liebknecht y Luxemburg
fundaron la Liga Espartaco con el objetivo de crear una república socialista
libre. El 15 de enero, ambos fueron asesinados por soldados leales a Gustav
Noske, cuyas disciplinadas y feroces fuerzas incluían a miles de voluntarios
paramilitares(Freikorps), muchos de ellos curtidos veteranos de las
unidades de élite de los soldados de asalto alemanes.
Para entonces, sin embargo, en
Múnich ya se había impuesto otro tipo de revolución. En noviembre de 1918, la
monarquía bávara se derrumbó en sólo cinco días, gracias a una movilización
pacífica de decenas de miles de trabajadores y soldados. El movimiento fue
dirigido, improbablemente, por Eisner, un intelectual y editor judío de 51
años.
Encarcelado a principios de 1918
por su pacifismo militante y liberado en octubre, Eisner se convirtió en el
héroe del momento. Sus discursos en las plazas, auditorios, asambleas y
cervecerías de Múnich electrizaron a "las masas", un término central
tanto en el vocabulario como en la visión de la revolución, aunque en realidad
esas masas movilizadas no representaban más del 10% de la población. El 8 de
noviembre, a la espera de las elecciones parlamentarias, el Consejo Nacional
Provisional declaró a Eisner primer ministro-presidente del Estado Popular de
Baviera.
Gustav Landauer, amigo y
colaborador de Eisner, lo describió como un "hombre modesto, puro y
honorable, que se ha ganado la vida como escritor precario" y que de
repente se convirtió en "el líder espiritual de Alemania por el mero hecho
de que este valiente judío es un hombre de espíritu". Un obrero militante
se hizo eco del sentimiento: "Es la espada de la revolución, ha derrocado
a los veintidós reinos de Alemania, es nuestro brillante líder; lo defenderé
hasta la muerte". A pesar de su sentido del humor autocrítico, el propio
Eisner adoptó un tono mesiánico:
"El mundo parece hecho
pedazos, perdido en el abismo. De repente, en medio de la oscuridad y la
desesperación, suenan trompetas que anuncian un nuevo mundo, una nueva
humanidad, una nueva libertad".
La repentina aparición de un
gobierno revolucionario cogió a casi todo el mundo por sorpresa. Su impacto fue
inmediato: Eisner defendió el sufragio femenino y la jornada laboral de ocho
horas, mientras los consejos obreros dirigidos por intelectuales se unían a su
bando, junto con los soldados recién llegados del frente.
Pero el gobierno de Eisner se
encontró con una feroz resistencia. Los partidos centristas y conservadores, la
burocracia, las clases medias, la prensa dominante, el clero católico y otros
grupos religiosos (incluida la comunidad judía), las cofradías
ultranacionalistas, muchos profesores y estudiantes universitarios, las
misiones diplomáticas de los aliados de Alemania y la mayoría de los
agricultores bávaros consideraban el nuevo régimen una aberración intolerable.
Casi de la noche a la mañana, la
pacífica y cultivada Múnich se convirtió en un escenario en el que el siglo XX
ensayaba su futuro. Destacados intelectuales, escritores y bohemios se unieron
al gobierno, junto a economistas como Edgar Jaffé, Lujo Brentano y Otto
Neurath, y pedagogos como F.W. Foerster, todos ellos convencidos de que la
revolución marcaría el amanecer de una nueva era.
La ciudad se convirtió en un
crisol. Los revolucionarios espartaquistas se mezclaron con los agentes de
Lenin, mientras futuros nazis como Rudolf Hess y Ernst Röhm se curtían en
política. El nuncio Eugenio Pacelli, futuro Papa Pío XII, enviaba informes al
Vaticano. Escritores y pensadores como Thomas y Heinrich Mann, Rainer Maria
Rilke, Victor Klemperer, Martin Buber y Lion Feuchtwanger fueron testigos
directos de la agitación. Y en los márgenes, un pintor fracasado de 29 años y
veterano amargado llamado Adolf Hitler deambulaba por mítines y cuarteles en
busca de una válvula de escape para su rabia.
Sin embargo, la violencia tardó
en estallar. Cuando Weber pronunció su conferencia sobre "La política como
vocación" el 28 de enero, apenas habían transcurrido 11 semanas desde la
llegada de Eisner al poder. La revolución seguía buscando un rumbo y el orden
republicano pendía de un hilo.
En opinión de Weber, el gobierno
de Eisner era un desastre. Antes de empezar su conferencia, Weber declaró:
"Esto no merece el honorable nombre de revolución: es un carnaval
sangriento". Entre los oyentes había estudiantes que dejarían su propia
huella en la historia: el filósofo Karl Löwith; Max Horkheimer, cofundador de
la Escuela de Fráncfort; y Carl Schmitt, que se convertiría en uno de los
principales teóricos del nazismo.
El carnaval sangriento
En Múnich, Weber se enfrentó al
"Aleph del siglo": un país convulso, una ciudad polarizada y febril,
un demagogo carismático en decadencia, un parlamento debilitado, una revolución
que se precipitaba hacia su apoteosis y una reacción nacionalista liderada por
militares que ganaba impulso rápidamente. Estaba horrorizado.
La convergencia de la agitación
histórica y la crisis personal dio a sus palabras la gravedad de una revelación
profética. Su rechazo del presente reflejaba su ansiedad por el futuro, ya que
estaba convencido de que el destino de Alemania y Europa se decidiría allí
mismo. Destilando este momento, "La política como vocación", aunque
pretendía abordar circunstancias políticas inmediatas, trascendió su tiempo y
se convirtió en un texto definitorio del liberalismo moderno.
Amonestando a sus jóvenes oyentes
revolucionarios, Weber habló como un profeta erudito clamando en el desierto:
"Quien busque la salvación de su alma y la de los demás no debe hacerlo
por el camino de la política, cuyas tareas son muy distintas y sólo pueden
cumplirse por la fuerza". Su crítica a la "ética de la
convicción" tenía su origen en los recientes estallidos de violencia
política:
"¿No vemos que los ideólogos
bolcheviques y los espartaquistas producen los mismos resultados que los de
cualquier dictador militar precisamente porque utilizan este medio de la
política? ¿En qué se diferencia el gobierno de los consejos de obreros y
soldados del de cualquier gobernante del antiguo régimen si no es en la persona
de quien detenta el poder y en su amateurismo? ¿En qué se diferencian los
ataques de la mayoría de los representantes de la (supuesta nueva) ética a sus
adversarios de los ataques de cualquier otro demagogo?"
Mientras que los bolcheviques
rusos habían ganado, los espartaquistas de Berlín habían fracasado en su
intento de alcanzar el poder. En Munich, sin embargo, el "aficionado"
Eisner estaba al timón. Los "ataques" mencionados por Weber los había
sufrido él mismo. El 4 de noviembre de 1918, dos furibundos representantes de
"la nueva ética" (los literatos, como él los llamaba burlonamente) le
gritaron en un mitin: el anarquista Erich Mühsam y el leninista germano-ruso
Max Levien. Exclamó,
"¡Se dirá que se distinguen
por su noble intención! Bueno, pero de lo que estamos hablando aquí es de los
medios utilizados, y los adversarios combatidos también reclaman para sí, con
total honestidad subjetiva, la nobleza de sus intenciones últimas."
Aunque planeaba escribir una
"Sociología de la revolución" -un proyecto que nunca llegó a
completar-, Weber utilizó su conferencia para trazar lo que veía como una
espiral descendente que se producía ante sus ojos. Una vez que líderes como
Eisner desatan las pasiones populares, pierden rápidamente el control. Por
nobles que sean sus ideales, sus acciones descansan en el aparato que crean, y
ese aparato no está compuesto por almas puras, sino por "los guardias
rojos, los pícaros y los agitadores", que inevitablemente exigen sus
recompensas:
"En las condiciones de la
lucha de clases moderna, el líder tiene que ofrecer como recompensa interna la
satisfacción del odio y el deseo de venganza... la necesidad de difamar al
adversario y acusarlo de herejía".
Para los apparatchiki,
las recompensas externas significaban "poder, botín y prebendas".
Weber advirtió a los marxistas de su audiencia: "No nos engañemos ... la
interpretación materialista de la historia no es un carro que se toma y se deja
a capricho, y no se detiene ante los autores de la revolución."
Consciente de que sus jóvenes
oyentes darían prioridad a la convicción sobre la responsabilidad, Weber cerró
su conferencia con una línea del Fausto de
Goethe: "El diablo es viejo; envejece para entenderlo". Sus repetidas
referencias a las "fuerzas demoníacas" que impregnan la política fueron
proféticas, ya que preveía "una Era de Reacción" que se asentaría en
Europa en menos de una década. Si eso ocurría, las aspiraciones morales de sus
oyentes -que Weber admitía compartir- se volverían inalcanzables. Alemania no
se enfrentaba al "amanecer del verano", predijo, sino a una
"noche polar de gélida dureza y oscuridad".
Su público se estremeció, al
igual que lo había hecho Toller en Lauenstein. "Weber rasgó todos los
velos del pensamiento ilusorio y, sin embargo, nadie pudo dejar de sentir que en
el corazón de esa mente clara latía una profunda seriedad humana", dijo
Löwith. Pero muchos no estaban dispuestos a abandonar sus ilusiones. Horkheimer
recordaba: "Todo era tan preciso, tan científicamente austero, tan libre
de valores, que volvimos a casa completamente desolados".
La ilusión perduró, pero fue
Weber quien se mostró clarividente, ya que el "carnaval" se había
vuelto sangriento. Apenas tres semanas después de la conferencia de Weber,
Eisner se dirigió al Parlamento para presentar su dimisión y fue asesinado por
un joven aristócrata, Anton Graf von Arco auf Valley, que pretendía demostrar
su "verdadera" identidad alemana a la Sociedad Thule, nacionalista de
extrema derecha, que le había rechazado porque su madre era judía. Aunque Weber
no se instaló definitivamente en Múnich hasta junio de 1919, fue testigo del
acto inaugural de esta tragedia.
Tras el asesinato de Eisner, un
débil gobierno socialdemócrata que incluía a Neurath y Jaffé, amigos íntimos de
Weber, intentó impulsar reformas audaces y originales. Pero pronto fue barrido
por los consejos obreros, que el 6 de abril anunciaron la Primera República
Soviética de Baviera, un insensato experimento anarquista que pretendía rehacer
el mundo en siete días. A diferencia de Dios, duró menos de una semana antes de
ser suplantada por la abiertamente autoritaria Segunda República Soviética
Bávara, que fue aplastada el 1 de mayo por las tropas bávaras y prusianas. Fue
en esas filas donde apareció por primera vez la esvástica, un oscuro presagio
de lo que estaba por venir.
El gran filo-semita
Los principales protagonistas de
este drama no sobrevivieron a sus secuelas. Landauer, el líder intelectual del
anarquismo romántico, fue salvajemente golpeado con culatas de fusil y
garrotes, y luego asesinado el 2 de mayo.
Weber también murió joven. Tras
breves e infructuosas incursiones en política, regresó a Múnich en junio, justo
cuando la universidad y la ciudad estaban siendo invadidas por autoridades
xenófobas, nacionalistas, militaristas y antisemitas. Erigiéndose en ejemplo
vivo de la ética protestante que entonces estudiaba, Weber se lanzó de nuevo a
escribir y dar conferencias, expresando opiniones liberales impopulares que le
valieron el injusto calificativo de "padrino de la República Soviética".
Esta lucha pública se desarrolló
en paralelo a una angustia privada casi insoportable incluso para un hombre del
temperamento estoico de Weber: el suicidio de su hermana viuda, que dejó cuatro
hijos, y su torturada relación amorosa con la esposa de Jaffé, Else, una
antigua discípula con la que editó el legendario Archiv für Sozialwissenschaft
und Sozialpolitik ("Archivos de Ciencias Sociales y Política
Social").
Weber estaba especialmente
indignado por el "loco antisemitismo" que envenenaba incluso a sus
colegas. Demostrando su independencia moral, defendió a sus antiguos
adversarios judíos hasta tal punto que Leo Löwenthal, con Horkheimer futuro
fundador de la Escuela de Fráncfort, le llamó "el gran filosemita".
Fiel a esa descripción, Weber
defendió con éxito a Neurath ante los tribunales e hizo lo mismo con Toller,
argumentando que "en un acto de rabia, Dios le hizo político".
Incluso reconoció públicamente la buena fe de Eisner y habló en defensa de
varios otros líderes encarcelados, explicando a los jueces el significado de la
"ética de la convicción". Por eso omitió el nombre de Eisner en la
versión publicada de "La política como vocación".
A pesar de todo su idealismo, la
Revolución de Múnich confirmó la observación de Weber de que "lo bueno no
sigue a lo bueno, sino a menudo lo contrario". Los demagogos, socialistas,
pacifistas, anarquistas y comunistas que la dirigían habían cometido el mayor
pecado político de todos: ignorar la realidad.
Resultó que la política no
consistía en elaborar planes elevados que pasaran por alto los obstáculos
prácticos. Las clases trabajadoras no eran mayoritarias en Baviera ni en
Alemania. Las fábricas, ahora controladas por jefes burocráticos y militares,
no abrazaron el socialismo, sino que permanecieron dentro de las estructuras
capitalistas. Y no todos los seguidores de Eisner y Landauer eran idealistas
como ellos; muchos cambiaron rápidamente de bando, buscando sus
"recompensas internas y externas" entre las triunfantes fuerzas de
extrema derecha.
Quizá lo más importante es que
los revolucionarios se equivocaron sobre su verdadero adversario. No era el
SPD, al que tachaban de tímido y reformista, sino el militarismo pangermánico
que Weber previó y al que no supieron enfrentarse.
Convencidos de que Occidente
había entrado en una fase terminal de decadencia, los fundadores de la Escuela
de Fráncfort huyeron a Estados Unidos, donde construyeron libremente una
tradición intelectual en desacuerdo con el orden económico de su país de
acogida. Los revolucionarios, por su parte, se aferraron a la creencia de que
el orden constitucional y parlamentario que defendía Weber había quedado
enterrado para siempre. Pero al denunciar y prohibir al
"archirreaccionario" Weber, despejaron el camino al verdadero
reaccionario: Schmitt.
Aunque Weber tenía razón al
condenar a esos revolucionarios románticos, pasó por alto algunos matices
importantes. Eisner, por ejemplo, se parecía mucho más al socialista ruso
moderado Alexander Kerensky que a León Trotsky. Landauer, el anarquista, era un
místico utópico que detestaba la voluntad de poder de los marxistas.
Políticamente, ¿era realmente tan irresponsable la postura pacifista de Eisner?
Si hubiera perdurado, podría haber suavizado los términos punitivos del Tratado
de Versalles. ¿Y los experimentos comunales de Landauer eran totalmente
irrealizables, al menos a una escala modesta? No necesariamente.
En su conferencia de 1917 "La ciencia como vocación", Weber había asumido que el
"encanto" nunca podría restaurarse en el desencantado mundo posterior
a la Ilustración. Sin embargo, Eisner y Landauer, sostenidos por la esperanza
utópica, se aferraron a ella. Ambos encarnaron la "ética de la
convicción" hasta el final y pagaron el precio más alto.
A diferencia de Weber, estos
líderes radicales no comprendieron la profundidad del secular odio judío de
Alemania, que acabaría condenando su proyecto político. Desde el principio de
la revolución, advirtió Else Jaffé: "El separatismo está levantando la
cabeza y se va a adornar de antisemitismo".
La consecuencia más desastrosa de
la revolución bávara fue que preparó el terreno para el ascenso de Hitler, a
partir de su llegada a Múnich en noviembre de 1918. Mientras que algunos
biógrafos remontan su antisemitismo a sus años en Viena, otros, como Ian
Kershaw, ven sus orígenes en Múnich, donde electrizó a las mismas multitudes
que Eisner había agitado meses antes. Con el demagogo fascista emulando al
socialista, la teoría de Weber sobre el carisma se había visto sombríamente
reivindicada.
Weber murió de neumonía en junio
de 1920. Su furia contra el Tratado de Versalles y la tensión de unas luchas
políticas incesantes y solitarias agravaron sin duda su agotamiento, aunque
nunca perdió su determinación. Tras haber defendido el frágil orden
constitucional y parlamentario de Alemania contra el frenesí de la pasión
revolucionaria y el atractivo de la dictadura nacionalista, no vivió para ver
los diabólicos extremos a los que llegaron estas fuerzas cuando finalmente
llegó la "noche polar" que él previó.
El espectro de Múnich
Al igual que el asesinato de
Eisner presagió el del ministro de Asuntos Exteriores Walther Rathenau en 1922,
los disturbios de 1919 presagiaron el colapso de la República de Weimar,
socavada a su vez por facciones izquierdistas cuyo desprecio por la política
parlamentaria les cegó ante los peligros del militarismo y el
ultranacionalismo.
Este patrón se repitió en España,
donde los odios ideológicos y el desdén de la izquierda por la democracia
liberal fracturaron la república y dieron poder a la derecha nacionalista,
culminando en la dictadura de cuatro décadas de Francisco Franco. En América
Latina se produjeron dinámicas similares, sobre todo en Chile en la década de
1970.
Las advertencias de Weber sobre
los revolucionarios carismáticos y su rígida "ética de la convicción"
se vieron confirmadas por el trágico curso de la Revolución Cubana.
Generaciones de estudiantes latinoamericanos siguieron el camino de Fidel
Castro y el Che Guevara, y el resultado de esta visión milenarista del mundo
sigue siendo demasiado evidente en Cuba y Nicaragua hoy en día.
Y el ciclo todavía tiene que
seguir su curso. Hace apenas unos años, parecía inimaginable que nuestras
democracias volvieran a enfrentarse a las fuerzas que fracturaron la Alemania
de entreguerras. Sin embargo, aquí estamos, ahogados en lo que pasa por
populismo. A pesar de sus diferencias, figuras como el presidente
estadounidense Donald Trump, el primer ministro húngaro Viktor Orbán, el primer
ministro indio Narendra Modi y el ex presidente mexicano Andrés Manuel López
Obrador se asemejan al modelo de Schmitt de un dictador que entiende que toda
la política se reduce a la distinción amigo-enemigo.
Algunos países como Francia, el
Reino Unido, Italia y Alemania no han olvidado del todo las lecciones de la
Segunda Guerra Mundial, resistiendo por los pelos la atracción del
autoritarismo. Pero Estados Unidos -en vísperas de su 250 aniversario- corre
ahora el peligro real de sucumbir a él.
Sin duda, los líderes populistas
no son los únicos que ven la política a través de la lente polarizadora y
aplanadora de Schmitt. Muchos estudiantes universitarios de Estados Unidos y
Europa, animados por una versión más vaga y menos articulada de la "ética
de la convicción", también la han abrazado. Pero a diferencia de los
revolucionarios de 1919, que desecharon con impaciencia las advertencias de
Weber en pos de la justicia social y económica, los jóvenes de hoy suelen
confundir altruismo con narcisismo.
Los jóvenes de 1919 se unieron a
la revolución y, como Eisner y Landauer, muchos de ellos murieron por ella.
¿Qué están dispuestos a arriesgar los insurrectos universitarios? Sus
predecesores se apartaron de la política activa no para eludir
responsabilidades, sino para construir un marco para el cambio social. En
cambio, los movimientos estudiantiles actuales parecen carecer de una visión
utópica coherente.
Dicho esto, hay una causa que
preocupa sobre todo a los jóvenes idealistas de hoy: Palestina. Pero con
demasiada frecuencia, el apoyo a los derechos palestinos se mezcla con el apoyo
a Hamás y el antisemitismo. Del mismo modo que el antisemitismo no justifica la
matanza de Gaza, la matanza de Gaza tampoco justifica hacer la vista gorda ante
el antisemitismo o las atrocidades cometidas por Hamás.
He aquí otro sombrío eco de 1919.
Al igual que los idealistas de Múnich, que creían que su revolución marcaría el
comienzo de una era de armonía universal y disolvería antiguos odios, las
generaciones judías de la posguerra esperaban ingenuamente que los horrores del
Holocausto superaran siglos de prejuicios. Esa esperanza se vio finalmente
frustrada por la respuesta hostil y violenta a la creación de Israel.
Desde su fundación, Israel ha
firmado tratados de paz con varios países árabes y ahora busca un gran acuerdo
con Arabia Saudí. Pero el conflicto palestino-israelí sigue atrapado en
animosidades comunales y en la dicotomía amigo-enemigo de Schmitt.
Todo esto deja claro que "La
política como vocación" nunca perderá su relevancia. Pero ha pasado mucho
tiempo, y la democracia liberal vuelve a encontrarse asediada. Me pregunto:
¿Dónde están los héroes weberianos de hoy? ¿Es realmente el Presidente
ucraniano Volodymyr Zelensky el único a la altura de las circunstancias?
Paseando por las calles de
Múnich, encuentro motivos para la esperanza en la forma en que la ciudad
reconoce tanto sus sueños como sus pesadillas, con monumentos a Eisner y
Landauer, así como el Centro de Documentación para la Historia del
Nacionalsocialismo, que se alza cerca de la antigua sede del Partido Nazi. Tras
el atentado terrorista del 7 de octubre de 2023, vi cómo la gente se reunía en
la plaza principal de Múnich para escuchar a un grupo de cantantes judíos que
actuaban en yiddish. El momento fue fugaz pero poderoso, un recordatorio de que
la lucha contra la gélida oscuridad del fanatismo está lejos de estar perdida.
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Enrique
Krauze is a historian, essayist, publisher, and the editor of the cultural
magazine Letras Libres. His books include Mexico:
Biography of Power (2008) and Redeemers:
Ideas and Power in Latin America (2011).