miércoles, 28 de septiembre de 2022

Rusia: ¿otra derrota en Shanghái?, por Félix Arellano

 

Rusia: ¿otra derrota en Shanghái?, 

por Félix Arellano






Rusia: ¿otra derrota en Shanghái?
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La Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), que surgió como un «Grupo informal de Shanghái», con cinco miembros en 1996 y se formalizó como organización internacional en el 2001, efectuó su XXII Cumbre de Jefes de Estado en Samarcanda (Uzbekistán), los días 15 y 16 de septiembre. Una reunión relevante por sus implicaciones geopolíticas, que nos deja triunfos y derrotas, que deberían ser abordadas con atención por la comunidad internacional.

En principio se perfilan como grandes ganadores, por una parte, la propia organización, pues crece en el número de miembros y su agenda se torna más relevante en el contexto mundial; por otra parte, China que se posiciona como el gran líder de la OCS.

La organización de sus cinco miembros fundadores: China, Rusia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán, que informalmente iniciaron conversaciones sobre temas de seguridad en la región asiática en 1996; ha crecido, India y Paquistán se integraron en el 2017 y, en la reciente cumbre, se incorporó Irán. Pero la lista de potenciales miembros es larga, incluye: los observadores interesados en ser miembros plenos: Afganistán, Belarus y Mongolia; y los países asociados en proceso de diálogo: Armenia, Azerbaiyán, Camboya, Nepal, Sri Lanka y Turquía.

La agenda también se ha tornado más compleja, inicialmente concentrada en prioridades regionales, tales como: terrorismo regional, separatismo étnico y extremismo religioso; con el tiempo se ha orientado a temas geopolíticos de mayor calado, como la búsqueda de un equilibrio estratégico global. En esencia, la OCS se presenta como una institución para enfrentar el expansionismo de occidente, en particular de los Estados Unidos, luego de la invasión de Afganistán. Subyace la aspiración de convertirla en una suerte organización defensiva militar del Asia, rivalizando con la OTAN. En ese contexto, han incorporado en sus actividades, los ejercicios militares conjuntos.

Otro ganador de la cumbre es el presidente Xi Jinping, quien se consolida como el gran líder de la organización, superando la supuesta competencia rusa en el bloque. Ya era ampliamente conocida la debilidad económica y tecnológica de Rusia; ahora, con la invasión de Ucrania, se ha comprobado su ineficiencia militar. Por lo pronto, le queda el tema nuclear. con el que está desarrollando un constante chantaje.


El fortalecimiento de China en la OCS favorece al presidente Xi Jinping, quien se encuentra en puertas del Congreso del Partido Comunista, que debería perpetuarlo en el poder, rompiendo la tradición de los dos periodos, que había establecido el gran reformador Deng Xiaoping. El éxito en la cumbre contribuye a robustecer el débil expediente con el que llega el Presidente al Congreso, entre otros, por el deficiente manejo de la pandemia, los crecientes problemas con occidentes y las oscuras perspectivas económicas.

El gran derrotado de la jornada ha sido el presidente de Rusia Vladimir Putin, quien ha debido llegar a la cumbre en Samarcanda con la confianza que sus «mejores amigos» le brindarían un pleno respaldo, pero la realidad ha resultado lapidaria, la guerra en Ucrania fue cuestionada y «el presidente Putin desairado, el primer ministro indio, Narendra Modi, le dijo que «la era actual no es una era de guerra», y el presidente chino, Xi Jinping, tambiénexpresó sus «preocupaciones». El lunes, el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, le dijo a PBS que había instado a Putin para poner fin a la guerra: «Las tierras que fueron invadidas serán devueltas a Ucrania». Y esas tierras, dejó en claro, deberían incluir Crimea, que Rusia anexó en 2014”. (thealtantic.com, 21/09/2022).

Tras bastidores, los cuestionamientos al presidente Putin han debido ser contundentes, prácticamente todo lo que se planteó en el mes de enero, –en la histórica visita a Pekín del presidente Putin, previa a la invasión de Ucrania, en el marco de la inauguración de las olimpiadas de invierno–, ha fracasado, afectando las perspectivas del liderazgo chino.

La OTAN, una organización que el año pasado muchos consideraban en extinción, ha resultado ampliamente fortalecida con la invasión de Ucrania y se posiciona como el epicentro de la defensa de occidente. Adicionalmente, los treinta países miembros ya han suscrito el protocolo de incorporación de Finlandia y Suecia como nuevos miembros (05/05/2022), proceso que se encuentra en la fase de ratificación de los órganos legislativos.

La Unión Europea, que en los últimos años ha enfrentado la amenaza del euroescepticismo, en buena medida promovido por la guerra hibrida del autoritarismo, proceso que resultó fortalecido con el retiro del Reino Unido (Brexit), vive nuevos aires de dinamismo y consolidación, producto en gran medida del eficiente manejo comunitario de la crisis de la pandemia del covid-19; pero también, por la unidad que ha generado la necesidad de enfrentar la invasión de Ucrania. En estos momentos, con la excepción de Hungría, pareciera que se ha superado el fantasma de la fragmentación.

Una Europa más sólida, abordando temas fundamentales de seguridad regional y global, también ha mejorado sus relaciones con Estados Unidos, en el marco del diálogo transatlántico, previamente afectado por la política exterior del presidente Donald Trump, retomado con la llegada de Joe Biden a la presidencia; empero, enfrentar en conjunto la amenaza a la paz y a la seguridad que genera la invasión a Ucrania, ha contribuido a revitalizar las relaciones transatlánticas.

Por otra parte, al poco tiempo de la invasión se empezaron a sentir sus perversas consecuencias económicas, entre otras, la inflación a escala mundial, la crisis energética, la crisis de alimentos, en particular de cereales y la amenaza de una recesión; serios problemas para los gobiernos democráticos de occidente, pues la población tiende a cuestionar al gobierno de turno por los problemas que genera la guerra. Pero la crisis económica también está afectando a los gobiernos autoritarios amigos de Rusia. En efecto, el deterioro del contexto global, limita las posibilidades de expansión china, en particular el ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda.

Seguramente en el mes de enero el presidente Putin presumía que la invasión a Ucrania sería rápida; es decir, «quirúrgica». Cabe destacar que el presidente Putin con su narrativa manipuladora de la historia y de la realidad, siempre ha evitado referirse a una guerra en Ucrania y resalta que se trata de una «operación militar especial». Pero la invasión inicio con un enorme despliegue militar, que al poco tiempo ha evidenciado sus debilidades.

Para hacer más complejo el contexto, en las recientes semana ha circulado la información que las fuerzas militares de Ucrania han logrado recuperar territorios controlados por el ejército ruso, lo que debilita sensiblemente el liderazgo del presidente Putin; pero, paralelamente fortalece la posición de China en la organización.

Adicionalmente, no debemos olvidar la contundente reacción de occidente contra Rusia. Seguramente en el mes de enero el presidente Putin le garantizó a China que, el caso de Ucrania resultaría tan sencillo como Crimea en el 2014, donde reinó una relativa indiferencia, pero los cálculos han resultado errados.

Los planes del presidente Putin en el pasado mes de enero están fracasando sistemáticamente. La reacción de occidente está resultando sólida y coordinada, con un arsenal de sanciones, que deterioran aún más la débil economía rusa y la aíslan del contexto global, situación que, por otra parte, beneficia a China y consolida su liderazgo en la OCS.

No debería sorprender que, al poco tiempo de la derrota en la OCS, el presidente Putin, visiblemente afectado, reaccione como «fiera herida» y, entre otros, convoque otros falsos referéndums en los territorios que su ejército ha ocupado en Ucrania; también ha ordenado la movilización de reservistas, según sus elucubraciones del orden de 300 mil, lo que está estimulando una diáspora de desertores rusos al mundo y, de nuevo el presidente Putin ha retomado la narrativa del chantaje nuclear, que no obstante lo repetitivo, no debe ser menospreciado.

El presidente Putin también juega a los efectos desestabilizadores del invierno que ya entra en Europa, espera que las alteraciones de la zona de confort de la población europea, se traducirán en crisis e inestabilidad política, debilitando la sólida posición de occidente frente a la invasión.

Por lo pronto, los gobiernos y las autoridades comunitarias están trabajando fuertemente para hacer efectivas nuevas opciones de abastecimiento energético y superar la dependencia de Rusia, proceso que está debilitando la lucha contra el cambio climático, pero también asienta un fuerte revés para el futuro económico ruso.

Ante los planes de inestabilidad de occidente, que el residente Putin lleva años promoviendo, nos corresponde a los defensores de la democracia, las libertades y los derechos humanos, una posición de alerta, rechazando las fuentes de la guerra hibrida rusa y promoviendo los valores libertarios.

 

Félix Arellano es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas-UCV.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

martes, 27 de septiembre de 2022

LA UCV HOY DIA EN CINCO PUNTOS

 

LA UCV HOY DÍA EN CINCO PUNTOS

EDUARDO ORTIZ RAMÍREZ



Puede haber otros, incluso considerados por algunos como más importantes, pero son estos los que queremos destacar en esta nota.

1. Seguir haciendo lo mismo en los distintos cargos de la UCV o de APUCV, será como actuar contra la recuperación de la UCV. Igual, si los devaneos de algunos, los llevan a querer preocuparse por los cargos conseguidos o que deseen ansiosamente. Estas dos últimas instituciones no son lo mismo, pero están íntimamente relacionadas y deben trabajar en líneas coincidentes.

2. Pueden considerarse valientes o arrojados aquellos que, hoy día, se proponen tal recuperación y hasta nivelación de fases podría decirse, pues los problemas son muchos y los recursos considerablemente escasos en relación a otros tiempos. Se trate de profesores para desempeñarse en los gremios, de Decanos o de Rectores, las acciones o actuaciones implican un gran compromiso.

3. Es necesario que los grupos de acción política/académica generen consensos entre sí. No se trata de consensos para llegar a espacios de poder, sino consensos para recuperar la UCV y poder resaltar su importancia académica e institucional. En otros tiempos, se tomó a la UCV como una fortaleza política para estar contra los gobiernos, hoy se debería tomar como una fortaleza para su propia recuperación y contribuir con los jóvenes y el futuro de la nación.

4. El principal elemento contextual influyente para la UCV es la administración de la nación (Administración Bolivariana en más de 22 años), cuyos valores y acciones buscan medrar y afectar las determinaciones en los rumbos de la Universidad, afectando la conocida autonomía (administrativa, académica/de catedra y de campus). Imposición de temas y ahora duración y sentido de las carreras, como en el caso de algunas vinculadas a la salud, se pueden encontrar en los caminos de sus acciones. De este lado habrá que evaluar, sin embargo, si todas las formas de autonomía que en otros tiempos y contextos se disfrutaron siguen siendo factibles o necesarias. Autonomía debe haber y la administración señalada indudablemente que es invasiva.

5. Muchos temas se han añadido y están relacionados con los nuevos tiempos:  el contexto de pandemia, post pandemia, la crisis internacional en cualquiera de sus expresiones (guerras, inflación, producción de alimentos), el desarrollo de las nuevas tecnologías, las redes sociales y los nuevos comportamientos de los jóvenes y los emprendimientos. Todos estos temas afectan los comportamientos de los jóvenes estudiantes y de los propios profesores. Eso llega a la UCV, en un contexto donde en la post pandemia numerosas personas han querido continuar en sus casas. De esta manera, en la UCV, se debe luchar contra el ausentismo de variado tipo. De una reunión reciente con el Decano de Humanidades Profesor Vidal Sáez que tuvimos los miembros de la plancha Unidad Profesoral, fortalecí esta idea.

No es fácil llegar a acuerdos, o tomar acciones, en una nación, donde la administración del país, cree que todo se ha arreglado y que muchas distorsiones derivan de acciones externas de naciones no acordes con ella. Y, aunque no se pueda generalizar, a lo interno de UCV hay grupos e individualidades que les interesan las ofertas de aquella y no los destinos de esta última.

 

Caracas 27 de setiembre 2022

@eortizramirez

eortizramirez@gmail.com

domingo, 25 de septiembre de 2022

Economía y Política una relación indisoluble

 

Economía y Política una relación indisoluble

Observamos que la economía no es sólo una construcción de una constelación de ideas, sino que ellas son un hecho concreto en el actuar de las relaciones humanas y de poder de la sociedad.


 

·         JESÚS E. MAZZEI ALFONZO

22/09/2022 05:00 am




Hoy más que nunca estas ciencias sociales están entrecruzadas e interdependientes más que nunca, sea en el caso de la economía global, regional o venezolana. Pues sí, tres ideas en el caso venezolano se han extraviado desde hace 23 años en el quehacer de nuestros decisores políticos en materia económica, por un lado, el nombramiento inadecuado de individuos que no poseen la experticia de la económica política, otra, una inadecuada cosmovisión del manejo económico (la mayoría formados en la escuela marxista-leninista) y son ubicados finalmente, en cargos donde no conocen la dinámica de los organismos públicos y no tienen visión de estado, sino partidista-ideológica, y entonces se producen desajuste institucionales, en las políticas públicas formuladas e implantadas.


Por otra parte, han dejado una impronta importante no sólo en el pensamiento, en su desarrollo intelectual, en la praxis, en la realidad donde les toca actuar. Hoy estamos en un proceso de reinterpretación de ideas y del cómo actuar en la realidad en la interrelación humana, por los fantásticos cambios en la sociedad postindustrial y en proceso de un nuevo proceso de cambio tecnológico e industrial y global que está en pleno proceso de desarrollo, que tiene como proceso de desarrollo, una economía global que se debate en crisis de las cadenas de valor y suministro, alta inflación en ciernes, una recesión que podría presentarse y un proceso de reinterpretación de la última fase la globalización de la economía, las finanzas, lo comercial y lo tecnológico. Estamos pues, en lo que definiría Carlota Pérez, en un intervalo de reacomodo del capitalismo a nivel mundial. Este ese el desafío en estas primeras décadas del siglo XXI, para los decisores políticos en la esfera económica, sean o no economistas.

En el caso particular de Venezuela, ha tenido desde el campo de las ideas hacia el campo de la acción pública que se plasman en políticas públicas de carácter económico-político que dan una satisfactoria combinación del pensar y actuar en forma virtuosa en el pasado tenemos por ejemplo a: Ramón Cárdenas, Alberto Adriani, Manuel Egaña, José Antonio Mayorbre, Luís Enrique Oberto y otros políticos de primer nivel, que reflexionaron sobre ambas esferas del pensamiento en forma profusa sin ser economistas como Rómulo Betancourt y Rafael Caldera. En el campo de la academia, también tenemos casos en una acertada combinación como es el caso de D. F. Maza Zavala, Asdrúbal Baptista, Ignacio Purroy, Teodoro Petkoff, Freddy Rojas Parra, Luís Matos Azocar, Eglee Iturbe de Blanco, Haydee Castillo, Maritza Izaguirre entre otros. Todos ellos, han influido en la creación y sistematización de ideas, que, puestas en práctica en funciones de gobierno, le dan a la economía un intensa, compleja, vinculación con el cómo hacer políticas públicas de carácter económico, y en el juego político al seno de una sociedad plural y diversa, en vista desde la perspectiva de las relaciones de poder, interacciones que se producen en una sociedad que construye y estimula la creación de círculos de intelectuales y conocimiento en una interesante lucha, intercambio de construir una sociedad moderna en materia de una estructura económica sólida.

En esta circunstancia, podemos observar a la economía siguiendo la guía que nos diera ese gran maestro de la ciencia política como fue Manual García-Pelayo, quien define claramente dos tipos de fenómenos políticos, los que son como tal eminentemente políticos y los politizados, para entender la clara relación entre estas dos esferas. En este último caso, tenemos a los políticamente condicionantes, es decir aquellos que no siendo políticos en sí mismos, tienen efectos decisivos sobre la política y los políticamente condicionados que son determinados y condicionados por motivaciones políticas para la implementación de políticas públicas en sus diversas dimensiones cambiarias, fiscales, monetarias comerciales. (aquí juega ampliamente la economía política)

En el caso venezolano se ubican seis períodos decisivos en su devenir económico-político determinantes. Observamos que la economía no es sólo una construcción de una constelación de ideas, sino que ellas son un hecho concreto en el actuar de las relaciones humanas y de poder de la sociedad.

Por un lado, en los años 1958-1974 hubo un manejo sensato, prudente y coordinado de las diferentes variables macroeconómicas y las políticas fiscal, monetaria, cambiaria, estables que dieron un largo período de crecimiento virtuoso del PIB, sin embargo, luego, entre 1974-1983, se produjeron una serie de decisiones que ampliaron el espectro de acción empresarial del estado venezolano, del gasto fiscal, el endeudamiento público descentralizado que tuvo un importante impacto en las finanzas públicas. Aquí reflexionaron venezolanos de la talla de Allan Brewer Carias, Juan Carlos Rey y Mauricio García Araujo, entre otros haciendo serias y concretas observaciones sobre el tipo de políticas públicas implementadas, en materia económica. Recuerdo en la revista Resumen, las clarividentes advertencias de Mauricio García Araújo, sobre el rumbo de la economía venezolana en los años del primer boom petrolero y los efectos perniciosos que se produjeron al seno de la economía venezolana.

El otro ejemplo es el 18 de febrero de 1983, que marca el fin de una época que era imposible mantener y se producen las primeras decisiones que buscan reorientar el gasto fiscal, el debate entre un control de cambio o una devaluación lineal, entre Arturo Sosa y Leopoldo Díaz Bruzual, al seno del gabinete económico del momento y luego traslado al consejo de ministros de la época y fomentar aún más un sector exportador no tradicional, llegamos así a 1989, que produce un verdadero viraje en el tipo de visión intelectual entre la política y la economía, que se va a materializar en un conjunto de políticas y medidas que ignoraron el elemento del timing y acuerdo, negociación política y fue apartado y despreciado por completo, el consenso político, por parte de los economistas de aquel entonces. Hubo una acción ortodoxa, asumiéndose que los mecanismos del mercado podían corregir las debilidades de un estilo de desarrollo llevado a cabo por el país a lo largo de un extenso tiempo histórico. Aquí se beneficiaron ciertos grupos financieros y lo más grave se puso en juego la gobernabilidad del sistema político.

La siguiente fase es abril de 1996, con el denominado cuerpo de políticas públicas de la Agenda Venezuela, que buscaba mediante un prudente equilibrio entre los mecanismos institucionales de la política y el mercado, llevar a cabo no sólo un sano balance macroeconómico, sino, además, hacer eficiente el sector industrial y potenciar, los sectores donde tenemos ventajas competitivas como son el sector petrolero, de servicios y de esparcimiento (turismo) y de exportaciones no tradicionales. Todo enmarcado en búsqueda de reformas con consenso como en lo laboral y la seguridad social, una política de privatizaciones prudente.

El siguiente período es signado por el más alto boom petrolero en décadas 1 trillón de dólares entre el año 2002 y el año 2013, que se despilfarraron en políticas públicas inadecuadas y atrasadas, hoy estamos en una nueva etapa, aparentemente está ultima, donde se trata de implementar una política económica, más pragmática, pero tiene decisores no plenamente convencidos e identificados de sus beneficios y un peso muy fuerte de falta de sentido común y crear confianza, que son los pilares de una sana y prudente política económica. Además, que sigue prevaliendo actores con una cosmovisión marxista-leninista en el gabinete económico.

El desafío que encaramos como sociedad es inmenso, en un proceso de globalización imparable, que busca combinar un sentido de equidad y justicia social. He allí lo fantástico y los intricado de la vinculación de la economía y la política, en los tiempos de hoy. La política consiste en decidir en condiciones en las que no hay una evidencia incontrovertible. La economía se mueve al ritmo de las reglas que diseña la política. Por eso hemos tenido un desempeño mediocre en lo económico.

jesusmazzei@gmail.com

 

sábado, 24 de septiembre de 2022

¿Volver a la Comunidad Andina?

 

¿Volver a la Comunidad Andina?, 

por Félix Arellano





¿Volver a la Comunidad Andina?
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El gobierno ha informado al país que está evaluando opciones para retomar las relaciones con la Comunidad Andina; sobre el particular, es importante destacar que la normativa andina contempla dos opciones: la incorporación como miembro pleno o la modalidad de asociación. Ahora bien, en los dos casos, será necesario una negociación con los países que conforman el bloque andino. Ellos seguramente exigirán cambios en algunas condiciones de acceso al mercado venezolano, pero de nuestra parte también deberíamos definir condiciones de interés para los sectores productivos y el país en su conjunto.

Las declaraciones oficiales pareciera que se orientan a la incorporación como miembro pleno, proceso que está regulado por el Artículo 133 del Acuerdo de Cartagena, y conlleva la aceptación integral del ordenamiento jurídico andino en toda su extensión y profundidad; es decir, todos los acuerdos, decisiones y resoluciones que conforman el ordenamiento jurídico andino, lo que tiende a generar resistencias.

Para los defensores del libre comercio, la institucionalidad andina tiende a resultar ininteligible y, en algunos casos, paralizante. Para los radicales defensores de la soberanía y la autodeterminación, el sistema andino de integración representa una amenaza, entre otros, por el carácter supranacional de las normas, es decir, que, una vez adoptadas por los órganos comunitarios, son de aplicación directa, inmediata y preferente.

Además, el tratado del Tribunal Andino de Justicia contempla que los particulares pueden introducir demandas, en los temas inherentes a la integración andina y, por otra parte, la Secretaria General tiene capacidad de propuesta y vela por el cumplimiento de los compromisos adquiridos, en consecuencia, puede elevar procesos de investigación contra un país miembro ante el Tribunal.

Desde otro ángulo, también podemos destacar que, en las actuales condiciones del país, en particular la crisis humanitaria compleja, la normativa andina podría representar una oportunidad, toda vez que contempla instrumentos fundamentales de equidad, protección temporal y trato especial y diferenciado; que pueden servir de apoyo a los sectores productivos.

Es conocido que los sectores productivos y exportadores venezolanos llevan años enfrentando la adversidad de la política económica caracterizada, entre otros, por sus contradicciones, la voracidad fiscal, el menosprecio a la competencia y la productividad; la errática política cambiaria, la discrecionalidad en la política comercial, la ineficiencia aduanera y de servicios públicos: y las limitaciones en logística e infraestructura,

Ante los problemas de competencia y competitividad, que vive el sector productivo venezolano, quedado en desventaja dentro de la región, el ordenamiento andino contempla diversos mecanismos de salvaguardia de carácter temporal; en casos de crisis de balanza de pagos, por devaluación monetaria, en el sector agrícola y en materia comercial por producto e incluso por sector económico.

Adicionalmente debemos señalar la existencia de la normativa comunitaria para enfrentar la competencia desleal (el dumping y las subvenciones en el comercio). Por otra parte, como se indicó anteriormente, el Tribunal Andino de Justicia contempla recursos que pueden ser activados por los particulares, para la defensa de sus intereses en materia comercial.

Un tema que podría ser de interés en el sector agrícola del país, tiene que ver con el mecanismo de las franjas o bandas de precio, un instrumento flexible de estímulo para ese sector, que sigue vigente en la Comunidad Andina, no obstante haber sus suspendido el Arancel Externo Común (AEC), mediante la Decisión 580 y sus continuas renovaciones.

En este contexto, cabe destacar que, al suspender la Comunidad Andina la aplicación del AEC, se elimina la traba que impedía la participación simultanea de un país en este bloque y el Mercosur, objetivo que Bolivia está tratando de lograr desde hace varios años. Sin el AEC andino, el país no se enfrenta con el dilema de dos aranceles externos. La Comunidad Andina se ha concentrado en la zona de libre comercio y muchos otros diversos temas, lo que puede facilitar la complementación de los dos bloques de integración.


La otra opción de vinculación con la Comunidad Andina, que contempla la normativa, es la asociación, que está regulada en los Artículos 136 y 137 del Acuerdo de Cartagena. En ese contexto, la asociación de Chile con el bloque andino constituye un precedente interesante y está consagrado en la Decisión 645. Por otra parte, la asociación con los países del Mercosur está consagrada en la Decisión 613.

La vía de la asociación podría ofrecer una mayor flexibilidad, pues las partes deciden los elementos del ordenamiento jurídico que desean incorporar en la relación, no es obligatorio asumir la totalidad del ordenamiento jurídico; empero, hace más compleja la negociación, pues todo lo que se adopte debe ser negociado.

Es importante tener presente que en cualquiera de los potenciales escenarios, miembro pleno o asociación; se requiere de una negociación previa con los países miembros del bloque. En este contexto cabe recordar que el ingreso tardío de Venezuela en el Pacto Andino, –cuyo tratado fundacional, el Acuerdo de Cartagena, fue suscrito en 1969; empero, debido a múltiples contradicciones internas, ingresamos en 1973–, fue necesario un proceso de negociación con los cinco países que conformaban el Pacto, que dio como resultado el llamado Consenso de Lima (13/02/1973), jurídicamente incorporado en el ordenamiento jurídico andino mediante la Decisión 70.

Como se ha podido apreciar la negociación es el proceso recurrente en cualquier escenario de vinculación con la Comunidad Andina y, sobre ese tema, observamos que en diversos sectores del país existe una marcada resistencia. Pareciera que se perciben las concesiones, que implica todo proceso de negociación, como una derrota o traición. Se ha posicionado una errada visión de la negociación como una capitulación, en el marco de un juego suma cero, donde una parte gana y la otra pierde todo; incluso, para algunos, el contrario debería ser exterminado.

En el actual contexto político andino es probable que el gobierno de Bolivia no presente mayores exigencias previas a Venezuela; empero, dada la opacidad y contradicciones en nuestra política económica y comercial, es muy probable que el resto de los gobiernos de la Comunidad Andina, en coordinación con sus sectores productivos, exijan cambios en las actuales condiciones de acceso al mercado venezolano, como requisito de entrada para nuestro país. La negociación previa a la vinculación de Venezuela con la Comunidad Andina puede exigir cambios importantes, que conlleven transparencia y seguridad jurídica, un reto interesante desafío para la política oficial

Las negociaciones previas, en cualquiera de los escenarios, también abren la oportunidad para que Venezuela presente sus condiciones, que faciliten la vinculación, permitan el acceso a nuestra oferta exportable y no hagan traumático a los sectores productivos la nueva relación. En este contexto, resulta fundamental la coordinación del sector oficial con todos los involucrados con el proceso de vinculación con la Comunidad Andina, en particular, los sectores productivos, exportadores, gremios y asociaciones, sindicatos, academia y sociedad civil en su conjunto.

Venezuela podría plantear, entre otras, condiciones específicas para el acceso tanto de bienes como de servicios en el marco del programa de liberación, medidas no arancelarias, normas de origen, incluyendo la posibilidad de requisitos específicos de origen en casos necesarios. Muchos otros temas pueden formar parte de nuestras aspiraciones, como el movimiento de personas y de capitales; la normativa de propiedad intelectual y el amplio espectro de los servicios, donde podemos gozar de ventajas competitivas.

Una vez más el tema andino se presenta como una oportunidad para todos, en el sentido de promover un dialogo exhaustivo, argumentado y respetuoso entre los diversos sectores, que permita lograr beneficios para el país, pero también para la región en su conjunto.

 

Félix Arellano es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas-UCV.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

What’s Breaking Democracy?

 https://www.project-syndicate.org/onpoint/democratic-dysfunction-neoliberalism-energy-economics-william-h-janeway-2022-09

What’s Breaking Democracy?

Sep 16, 2022WILLIAM H. JANEWAY

The internationalization of economic and financial relationships has undermined the authority of the nation-state and created the conditions for today’s confluence of global crises. Worse, the unraveling of neoliberalism has led not to a progressive revival, but to something more politically contingent and uncertain.

CAMBRIDGE – My colleagues Gary Gerstle and Helen Thompson share an academic home at the University of Cambridge, and their new books share a common purpose: how to understand the dysfunctionality that has beset Western democracies. They explore that question in very different but complementary ways, offering deep insights into the disequilibrium dynamics of democratic capitalism. When read together, one sees clearly how the dissolution of Gerstle’s Neoliberal Order has stoked the disorder that Thompson analyzes.

The contrast between the two books owes much to the authors’ backgrounds. Gerstle, a historian of political ideas, ideologies, and cultures, writes from an American perspective. In The Rise and Fall of the Neoliberal Order: America and the World in the Free Market Era, he tracks how initially radical political programs become institutionalized as all-encompassing “orders” when the opposition accepts their terms. Thus, the New Deal Order was established when the Republican Eisenhower administration chose not to try to repeal the Democratic Roosevelt administration’s central institutional reforms.

Similarly, after its failed attempt to renew the New Deal Order through health-care reform, the Clinton administration embraced the liberated markets of the Reagan Revolution and thereby extended the Neoliberal Order until its demise in the post-2001 “forever wars” and the 2008 financial crisis. Gerstle presents Donald Trump’s ethno-populist appeal as signaling the exhaustion of the Neoliberal Order, the disintegration of which has left the United States polarized and paralyzed in the face of longstanding racial issues and the inescapable challenge of climate change.

By contrast, Thompson’s perspective is Eurasian, and her account in Disorder: Hard Times in the 21st Century is driven by a granular analysis of the geopolitics of energy. Once oil began to supplant coal at the start of the twentieth century, the political economy of energy became international, and securing access to oil became a high priority for most countries. Thompson focuses presciently on Germany, which chose to become existentially dependent on Soviet and then Russian oil and gas. Strikingly, her book was completed just prior to Russia’s invasion of Ukraine.

Basing her analysis on the interplay of transnational energy flows and their financing, Thompson argues that the internationalization of economic and financial relationships has undermined the authority of the nation-state. By retracing how democracy (both the concept and the institutionalized system) emerged within the frame of the nation-state, she establishes a compelling link from lost national authority to the faltering democratic legitimacy that we see today.

THE RISE AND FALL OF THE NEW DEAL ORDER

In Gerstle’s brief but insightful account, Franklin D. Roosevelt’s New Deal filled the void that had been left after the Great Depression liquidated the political viability of laissez-faire economics. Roosevelt not only maintained democratic institutions but also mobilized state power to underwrite unstable economic and financial markets. He thereby restored private-sector profitability while also extending the public sector to ensure minimal levels of economic and financial security for all Americans.

Gerstle is correct that Roosevelt adopted a “vernacular” Keynesianism when he rolled out debt-financed public works in response to mass unemployment. But he might have noted that the New Deal’s explicit commitment to deliberate deficit spending did not come until the “Roosevelt Recession” of 1937-38, when a premature return to fiscal rectitude and monetary restraint killed the recovery and generated a huge spike in unemployment. By then, the New Deal had already managed “to implant its core ideological principles on the political landscape,” as Gerstle puts it.

Although Gerstle does not touch on it, when “Dr. New Deal” yielded to “Dr. Win the War,” the public-private partnership that FDR sponsored mobilized resources on an unprecedented scale, enabling the Allied victory. Then came the Cold War, which created the conditions for the Republican Party’s acquiescence to the New Deal. The threat of communism, Gerstle argues, legitimized Eisenhower’s defiance of hardline Republicans such as Senator Robert Taft of Ohio.

Gerstle also emphasizes US economic and financial dominance after Roosevelt’s 12-year presidency and victory in the war. As Eisenhower appreciated, the postwar decades of rising living standards across the board made any attempt to repeal the New Deal exceedingly difficult. In the event, the only central elements of the New Deal to be rolled back were its labor-market reforms, undermined by the Taft-Hartley Act of 1947, which opened the door for state-level, anti-union “right to work” laws.

As Gerstle notes, when Lyndon B. Johnson succeeded John F. Kennedy, he intended “to secure his place in American history as FDR’s foremost heir” by filling the most glaring holes in Roosevelt’s legacy. LBJ did this with the Civil Rights of 1964 and the Voting Rights Act and 1965. In parallel, he extended the principle of social security through Medicare. As he anticipated, this “Second Reconstruction” delivered the solid Democratic South to the Republican Party. It also divided the working-class base of his party.

Johnson also sought to channel Roosevelt in US foreign policy. But Johnson’s misguided analogy between Roosevelt’s determination to confront Hitler and his own response to the threatened Communist takeover of South Vietnam ended in tragedy. After the decade-long escalation in Vietnam, riots in American cities, the collapse of the dollar-denominated international financial order in 1971, the 1973 OPEC oil shock, and the onset of traumatic stagflation, the New Deal Order lay in ruins.

To be sure, Gerstle reminds us that some key New Deal institutions survived and continued to mitigate the extreme inequality of outcomes that capitalism produces. But as the twentieth-century economist Hyman Minsky observed, the most stabilizing legacy of the New Deal was the institution of Big Government itself. Owing to the combination of the welfare state and the warfare state that was born with World War II and sustained by the Cold War, the federal government came to represent around 20% of the national economy – up from 2% in 1929. That was large enough to offset swings in private investment more or less automatically. Even when the Neoliberal Order arose, its program of deregulation and privatization was significantly underwritten by the aggregate economic stabilizer of a Big Government it could not dismantle.

NEW-OLD LIBERALISM

Gerstle’s account of the rise of neoliberalism begins with the debates among devotees of classical, laissez-faire liberalism about how to deal with Roosevelt’s successful hijacking of that term to characterize his interventionist initiatives. The “neo” in neoliberalism was necessary to distinguish it from New Deal liberalism, but its professed goal was the same as that of classical liberalism: to deliver on the “utopian promise of personal freedom.” Neoliberalism thus began with an assault on the overextended administrative state; though, as Gerstle documents, this attack was actually initiated by a Democratic president, Jimmy Carter.

Neoliberalism’s domestic agenda was all about paring down, rather than building up, public institutions. Financial-market deregulation led to an unprecedented leveraging of obligations on the cashflows underlying economic life. The withdrawal of federal support for labor unions contributed decisively to the flattening of real (inflation-adjusted) income growth for most workers. Both changes fueled extreme, persistent increases in wealth and income inequality, which returned to pre-Depression levels.

Neoliberalism also underwrote climate-change denialism, a distinctively American pathology that still infects the Republican Party. And in terms of foreign policy, it could claim as its great triumph the destruction of the Berlin Wall and the collapse of the Soviet Union.

Gerstle offers a compelling account of how neoliberalism became an “order” with Bill Clinton’s embrace of its central tenets. It was Clinton who ended “welfare as we know it” and instilled fiscal discipline in Washington, DC – going further even than Ronald Reagan, whose fiscal deficits could be justified by ramped-up military expenditures intended to outmatch the Soviet Union.

The Democratic Party’s shift was personified by Clinton’s secretary of the treasury, former Goldman Sachs Co-Chairman Robert Rubin. Under Rubin’s watch, the US deregulated the financial industry, and Wall Street duly celebrated with the dot-com bubble of the late 1990s and early 2000s. The digitization of economic and social life accelerated, as did increases in inequality, owing to the skewed distribution of rewards from economic growth and financial exuberance.

The Clinton administration also helped internationalize the Neoliberal Order, not least through the 1994 North American Free Trade Agreement and advocacy of China’s entry into the World Trade Organization in 2001. Moreover, it was during the 1990s that the Washington Consensus (deregulated markets and fiscally constrained states) became the established doctrine that all developing and emerging economies were expected to abide by.

The second great globalization of the 1990s and 2000s surpassed the scale of the first great globalization that had peaked at the start of the twentieth century, before being destroyed by World War I and the Great Depression. At home in the US, however, globalized labor markets were exposing American workers to extreme competition – both directly and indirectly – and the dictates of neoliberalism were undercutting the government’s ability to protect constituents from the forces it had unleashed.

Gerstle finds critical ideological support for the neoliberal project in the work of “originalist” legal theorists, who argue that a strict reading of the US Constitution’s text would reveal many federal initiatives since the New Deal to be unconstitutional, by dint of their resting on an expanded reading of the Commerce Clause. Originalism has since become a potent political force through the Federalist Society, empowered by Trump to install a right-wing majority committed to its principles on the Supreme Court.

One missing element in Gerstle’s great work is a consideration of the economic ideology that was used, even more than originalism was, to rationalize neoliberalism’s program. By 1980, economists of almost all political persuasions had been taught that if economic outcomes came sufficiently close to representing perfect competition, policymakers should respect “the market” as an efficient allocator of resources and distributor of rewards. Though this was always an extraordinarily big and counterfactual “if,” economists associated with the University of Chicago did not hesitate to push policy proposals that assumed such imaginary conditions were real.

But the Neoliberal Order’s true reach was confirmed by Rubin and like-minded Democratic economists who completed the work of liberating financial markets from regulation. Their efforts set the stage for the explosion of derivative securities that culminated in the 2008 crisis. Fortunately, Big Government (and an aggressively active Federal Reserve serving as global liquidity provider of last resort) was still big enough to contain the fallout and ensure that we would suffer merely a Great Recession, rather than another Great Depression.

LEGITIMACY LOST

The Neoliberal Order was rendered illegitimate not only by this colossal market failure, but also by the newly elected Obama administration’s determination to stabilize the system by privileging the banks over households. This resulted in extreme provocations like the decision to honor bonus payments to AIG executives whose reckless underwriting of financial derivatives had required an $85 billion bailout from the government.

Moreover, by this point, neoliberalism’s positive political mission of bringing democracy to an unwelcoming Middle East had failed in every particular. President George W. Bush had been determined to use the horror of September 11, 2001, as a catalyst for liberating the presidency from institutional constraints. But his success revealed the US to be the “pitiful, helpless giant” that President Richard Nixon had warned about to justify his own expansion of the Vietnam War into Cambodia in 1970.

In Gerstle’s telling, the Neoliberal Order’s “coming apart” is as much cultural as political or economic – and his account is all the more compelling for that reason. An extreme cultural breakdown is the only thing that could have enabled Trump’s election and complete takeover of one of America’s two main political parties. Gerstle accurately depicts Trump as both anti-neoliberal (closed borders to people and goods) and pro-neoliberal (outsourcing judicial appointments to the Federalist Society, cutting taxes regressively).

Out of this incoherence, Trump’s most lasting institutional legacy will almost certainly be his furtherance of the originalist program to dismantle federal power through the Supreme Court. Gerstle’s emphasis on this strand of neoliberalism is particularly interesting now that the originalist project appears to have created a legitimacy crisis for itself through its decision overturning Roe v. Wade. In the name of constraining the power of the federal government, the Supreme Court has reopened the door for state governments to intervene in the most intimate issues of personal autonomy.

Gerstle concludes with the wrenching observation that “political disorder and dysfunction reign.” Even though President Joe Biden has managed to wrest a set of legislative victories from a deeply polarized Congress, neither Trump nor his multidimensional assault on democratic institutions has gone away. Trump’s extreme narcissism and intellectual incoherence may be unique to him; but his brand of ethno-nationalism resonates globally, from Brazil to Hungary. Recall that his election in 2016 was immediately preceded by the United Kingdom’s Brexit referendum.

A HISTORY IN THREE ACTS

By demonstrating that the US is hardly alone, Thompson provides cold comfort to readers of Gerstle’s book. Disorder tracks three interlinked histories in great detail: the geopolitics of energy since before World War I; the international financial system since the breakdown of the US-designed Bretton Woods system in 1971; and the more recent erosion of democratic institutions across the capitalist West.

 

Energy’s central position in Thompson’s account arises not only from its direct economic role in powering economic growth and raising living standards, but also from the inconvenient fact that oil and gas have usually been found far from the centers of industry that need them most. From Britain’s dependence on Middle Eastern oil following the Royal Navy’s shift from coal in the 1910s, to Germany’s reliance on Soviet gas beginning in the 1970s, Europe has long run on imported fuel.

While America’s distinctive domestic energy endowment certainly helped its rise to economic supremacy in the first half of the twentieth century, it has not been completely spared from global energy politics. As Thompson shows, US power has often been tested and found wanting. After the US guaranteed European access to reserves in the Middle East, where it initially deployed no military assets, it discovered that it was critically dependent on access to the same reserves. Thus, in Thompson’s account, the oil crisis of 1973 becomes the hinge between the New Deal and the Neoliberal Orders central to Gerstle’s work.

When Thompson turns to the history of international finance over the past two generations, she begins with the rise of Eurodollar markets in London in the 1960s. The volume of dollar-denominated deposits held in banks not subject to US regulation rose with the American balance-of-payments deficit, which in turn increased as a result of US sponsorship of the defeated Axis powers’ industrial recoveries and Johnson’s stealthy financing of the Vietnam War.

Thompson correctly asserts that Bretton Woods was doomed from the start, owing to the US delegation’s refusal to accept John Maynard Keynes’s appeal for symmetry in the treatment of creditors and debtors. Instead, the Americans hubristically insisted that the burden of adjusting payments imbalances between countries should fall exclusively on debtors. After that, America’s position as the world’s overwhelmingly dominant creditor lasted less than 25 years. The dollar’s devaluation in 1971 was followed by OPEC’s radical revaluation of oil two years later.

AS AMERICA GOES…

A major strength of Thompson’s book is its documentation of the complex process through which Europe came to define itself institutionally. She meticulously describes the European Common Market’s emergence and transformation into the European Union, the eurozone’s construction following German reunification, and all the strains and conflicts endemic to such complex processes. From this history, it becomes clear that the Neoliberal Order had relatively limited purchase on continental Europe, apart from German labor-market reforms in the early 2000s.

Thompson repeatedly links the world economy’s financial and political evolution to the central role of energy. For example, she cites the need for “easy access to dollars to pay for larger oil import bills” as a powerful, direct incentive to deregulate international capital markets. Thus, in describing the global financial crisis, she focuses on the often-neglected role played by the 2006 oil-price spike, when surging Chinese demand fueled a huge increase in short-term dollar borrowing by ostensibly sound banks in northern Europe.

But after the Fed had put a floor under the 2008 global financial crisis by establishing currency swap lines to other central banks, Europe’s halting recovery was compromised both by energy economics and a neoliberal transposition of power. In 2011, the European Central Bank, under Jean-Claude Trichet, raised interest rates when Chinese demand again drove oil prices above $100 per barrel. Yet by then, the Troika – eurozone finance ministers, the International Monetary Fund, and the ECB – had been established to provide credit to weak southern member states, and it approached its task by bringing the Washington Consensus to Europe. Financial support duly became conditional on fiscal discipline (austerity) and market liberalization.

Even after Trichet’s successor, Mario Draghi, proclaimed that the ECB would “do whatever it takes” to save the euro, this neoliberal assertion of supranational authority persisted. And though it was devoid of democratic legitimacy (other than reflecting northern constituencies’ refusal to accept direct fiscal responsibility for their southern neighbors), northern banks’ massive exposure to their weaker neighbors’ pseudo-sovereign debt eventually forced a compromise.

ANXIETIES OF DEMOCRACY

Thompson’s intensive analysis of energy politics and financing sets the stage for addressing today’s democratic anxieties in the US and Europe. Her starting point is the gradual, multigenerational expansion of the franchise within the states that collectively make up the capitalist “West.” She shows that tensions between institutions that privilege “one person, one vote” and those that privilege “one dollar [or pound/euro], one vote” were inevitable.

Within the nation-state, then, there is always the potential for either “democratic excess,” as when a populist electorate expropriates the rich, or “aristocratic excess,” as when concentrated wealth dominates the democratic distribution of votes. Thus, in her own distinctive way, Thompson echoes Gerstle’s contrast between the New Deal Order and the Neoliberal Order. She notes, correctly, that under both the gold standard and the neoliberal regime of free capital movement, democratic excess is always constrained by the threat and occasional reality of capital flight. “By the mid-1980s,” however, “it was the risk of aristocratic excess … that threatened individual democracies’ future.”

Neoliberalism succeeded in elevating open markets above national polities. But now, we are witnessing a backlash in the form of nativist populism. Trump’s election and Brexit were the opening shots, but ethno-nationalism has since surfaced just about everywhere. (Though ethno-nationalists have not yet gained power in Europe outside of Poland and Hungary, they could soon do so in Italy). And so, like Gerstle, Thompson must leave open the question of whether democracy can survive.

That brings us to a final issue that warrants mention. Both Gerstle and Thompson identify climate change as an existential challenge to the political regimes they consider. While Gerstle avers that the “New Deal never faced an existential question of this sort,” Thompson, similarly, is skeptical about our ability to move rapidly beyond fossils fuels to a green future. She foresees deep “distributional conflicts” over how the shift to renewable energy will be financed and incentivized. For now, she notes, the world remains dependent on high-priced fossil fuels, and the “wager on yet to be invented technology” has not delivered a winner.

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Yet Roosevelt did see Europe’s war as an existential challenge to the US, even before the Japanese attack on Pearl Harbor in December 1941. Following his unprecedented re-election in 1940, he instituted a peacetime draft and approved lend-lease support for Britain and the Soviet Union. Thompson would remind us that in Western democracies, high taxes on the rich and state sponsorship of a larger share of labor have been sustained only in the context of war. The question, then, is whether our political leaders can frame the accelerating climate crisis as what William James called a “moral equivalent of war.”

Now that Russia’s war in Ukraine has caused severe spikes in fossil-fuel prices and critical energy shortages – and this against a backdrop of mounting climate-driven disasters – it is plausible that today’s deteriorating conditions could lead to a renewal of progressive policies and programs. America’s ludicrously misnamed Inflation Reduction Act represents one small step in that direction. Will others follow? It would be nice to think so.

 


WILLIAM H. JANEWAY

Writing for PS since 2013
18 Commentaries

William H. Janeway, a special limited partner at the private-equity firm Warburg Pincus, is an affiliated lecturer in economics at the University of Cambridge and author of Doing Capitalism in the Innovation Economy (Cambridge University Press, 2018).