sábado, 16 de diciembre de 2017

CINCO SUCESOS EN CIUDAD OJEDA. (Una nota decembrina).


EDUARDO ORTIZ RAMÍREZ
Para Valentina

A inicios de los años sesenta, Barrio Nuevo no era más que una parte de la periferia de Ciudad Ojeda en la costa oriental del lago de Maracaibo. Los sueños de mi padre Publio siempre nos señalaron que, cuando terminasen la autopista que comunicaría Cabimas con Lagunillas, todo mejoraría en áreas variadas y adicionales al tráfico y desplazamiento por la nueva vía en sí misma. La autopista, como sucedía con las obras publicas en aquellos años, efectivamente la terminaron, pero no hubo el tantas veces señalado mejoramiento por parte de mi padre. La evolución de la zona, muy tranquila y decente puede decirse que fue bastante lenta durante los tres cuatro años que vivimos allí.

A Barrio Nuevo nos fuimos a vivir después de uno de los tantos vaivenes económicos que tuvo mi padre y que, en este caso, había implicado la perdida de casas y  bienes comerciales en la Cabimas petrolera. Publio, un trabajador empedernido, siempre orgulloso y optimista, no titubeó en iniciar nuevas acciones para la vida y sustento. De allí compró la casa en Barrio Nuevo y comenzó a reconstruirla, convirtiéndola en  una de las más completas y bonitas de la zona.

La zona era cercana al lago de Maracaibo -en este caso, su costa oriental-, aunque separada de el por un inmenso e impenetrable manglar donde habitaban cerdos de monte, culebras, babillas, peces y anidaban distintos tipos de aves e insectos. En algún momento, alguien había construido algún camino de madera sobre las aguas del impenetrable manglar, pero había terminado perdiéndose. Al menos en esa zona, nunca se podía tener ningún tipo de contacto con el lago como tal, sino solo con las aguas dispersas a través del manglar. De resto, en nuestra zona de referencia fundamental, había entre unas 15 y 20 casas habitadas mayormente por venezolanos. Dos familias eran extranjeras, una de inmigrantes españoles y otra de trinitarios; estos últimos muy tranquilos, ordenados y respetuosos y que en diciembre adornaban sus árboles con luces de navidad de una manera imborrable para mí. Cerca de ellos había otra casa de inmenso terreno, donde siempre estacionaba un Studebaker (de uno de esos modelos famosos de los años 50), y siempre había como una especie de misterio o aislamiento.  La mayoría de los habitantes trabajaban fuera de allí; los españoles, por ejemplo, comerciaban cebollas al mayor entre Zulia y Lara, y de noche, a veces, se dirigían en familia a la casa a conversar con mis padres. En los años que allí vivimos, nunca se informó de ninguna situación irregular atinente a peligros o inseguridad. Era una comunidad muy tranquila donde los requerimientos de diverso tipo debían buscarse en la inmediata Ciudad Ojeda y si no en Cabimas o Lagunillas, donde estaban los llamativos campos petroleros con sus casas ordenadas, su habitacion fría, el comisariato  y otros servicios, y donde vivían algunos de mis familiares.

Muchas cosas y sucesos guardamos  de nuestra vida allí, como mi primera y ordenada escuela y su notable y excelente maestra, Leopoldina de Vargas. Señalaremos cinco eventos –unos más circunstanciales que otros-, sin embargo, por guardar un lugar especial en nuestra memoria.

El primer suceso trata de la rueda de un parque de diversiones. Una rueda solitaria llegó un día a la zona y causó un revuelo descomunal. Empezaron los comentarios y las muy pronto formadas leyendas. Que se veía toda Ciudad Ojeda, que podía verse hasta Lagunillas, y faltó poco para que se ubicaran lugares más lejanos que pudieran verse. En mis ambiciones de niño, indudablemente que la pregunta y deseo era sobre cuando nos llevarían. Pasábamos en el auto de mi padre y el desespero aumentaba hasta que llegó el gran día. Nos llevó la familia y nos montamos con Publio, mi hermano mayor. Los miedos eran inmedibles, pero todo lo compensaba la idea de que desde allí podía vislumbrarse de otra manera el mundo. Hoy día no recuerdo realmente todo lo que vi, solo recuerdo un gran impacto y brillo. Pero nunca en la vida he olvidado esa rueda mágica, misteriosa y prácticamente increíble, para mi mente de niño de aquel tiempo y de ese ambiente. Sus colores, su fuerza, el orden para montarse allí, todo representaba un mundo por descubrir.

Una comunidad apacible puede verse conmocionada por un evento que, en otra, se considere muy normal. El segundo suceso, sin embargo, no es muy normal. En una mañana cualquiera, antes de las actividades normales, porque era como que había tiempo para todo, mi padre pensaba en buscar algo conmigo en Ciudad Ojeda. Yo lo esperaba con la seguridad y el ansia con que, un niño de seis años, espera a su padre. Lo esperaba cerca de su camioneta pickup.  De repente, sin embargo, escucho bulla, personas corriendo a lontananza, e incluso un pequeño camión o vehículo y, delante de todos, venia una especie de torete corriendo a toda fuerza, escapándose, huyendo con una gran decisión. Este torete, porque tenía todas las cualidades de uno, y así lo vi y así lo recuerdo, corría con una gran altives. De pronto su carrera acabó, pues decidió meterse e en la casa de Uvita, una joven muy ordenada de una familia muy blanca, cuyo origen era puerto cabello. El torete se metió en la casa, en una especie de garaje y allí llego el final de su carrera, pue s los hombres que lo perseguían lograron controlarlo y llevárselo. Con la energía y desespero de un esclavo que huye, aquel animal huía de la muerte, pues resultó ser que cerca de la zona había un matadero de ganado y él, por una vía distinta a la Ferdinando, había decidido salvar su vida; cosa que no logró, pues se lo volvieron a llevar al matadero. Muchos años han pasado y nunca olvido su imagen desafiante y libertaria.

Mi padre, a pesar de la reciedumbre de su carácter, forjado en los poblados pequeños, asoleados y muy llamativos del norte de Falcón (Casigua, Quisiro, Mene de Mauroa y otros), en la vida casi Cosmopolitan de la Cabimas petrolera –dada la presencia de las petroleras extranjeras- y en numerosos contactos y vida con “turcos”, en base a lo cual nos transmitía hábitos y tipos de consumo, era un admirador de la lucha libre (esa influencia mexicana, como tantas otras, en varios países de América Latina). Resultó que la lucha libre llegó por fin a Ciudad Ojeda, y ese es el tercer suceso. ¡Tamaña oportunidad la que tenía Publio para verla! Como podía pasar en cualquier pequeña ciudad del momento, eso atrajo mucha gente. La plaza bolívar de Ciudad Ojeda, no se dio abasto para recibir los muchos que allí llegaron. Pero Publio hizo el esfuerzo y se llevó incluso unos bancos o sillas plegables, como si aquello fuese a ser algo de muchas opciones. Nada que ver con eso. Era tanta la gente, que el resultado fue que -como les pasó a mis hijos y sobrinos en un concierto de Shakira y guardando las diferencias de todo tipo-, quedó extremadamente lejos. Casi no podía ver, a pesar de su altura ´-que era promedio alto digámoslo así-, pero una noble preocupación de padre lo mortificaba en el hecho de que fuésemos nosotros los que no pudiésemos ver. De ahí entonces, decidió alzarnos en los hombros y, aunque el esfuerzo era grande, no era mucho tampoco lo que podíamos ver. Recuerdo episodios, figuras fugaces, movimientos bruscos y campanazos, pero nada que le quedara a uno como registro de orden y secuencia de los combates. Al final, fue muy poco lo que mi padre pudo ver y después, al regreso, las cosas se volvieron broma y risa. Y eso quizás, hace más importante, mi recuerdo de esa ocasión.

El cuarto suceso es la llegada de Cáritas. En una acción que, con toda seguridad, no faltó quien la ubicara como un plan más del imperialismo, la organización Cáritas -en estos tiempos ha vuelto a ser noticia- se planteó visitar, difundir y atender necesidades diversas de grupos poblacionales en situaciones precarias. Nuestro contacto y los de gentes cercanas a nosotros, tuvieron un sentido fundamentalmente religioso. Mi madre, y toda su familia, oriunda de San Cristóbal y Capacho, eran extremadamente respetuosas de la liturgia católica. Las actividades de Cáritas, se habían ubicado relativamente lejos de donde vivíamos y hemos descrito. Pero en la Venezuela de aquellos tiempos, había una alta dosis de respeto y civilidad que, aunada a la seguridad, hacia muchas cosas posibles. De ahí que, ante tamaño e importante evento, familias completas caminaban en grupos y con las velas del caso, para oír la misa y las predicas de aquellos religiosos que también atendían a la gente más necesitada. Era un rato de recogimiento, de fe y de encuentro entre muchas personas desconocidas, en la mayor parte de los casos. Lo que para algunos tendría importancia política o interés  para las comunidades del caso, eran para otros actos de fe, de recogimiento y entusiasmo y más aún en nuestro caso, tratándose de niños. No recuerdo haber escuchado dobles intenciones, ni manipulaciones, ni directas ni indirectas, en conversaciones de los adultos. Hoy día, en distintas ocasiones en que he estado en liturgias del caso, no puedo dejar de recordar aquellas que se vivieron con mucho entusiasmo y significación para los habitantes de varias zonas.

El quinto suceso es la construcción de la autopista Cabimas-Lagunillas, que ya señalamos al comienzo de esta nota. La autopista, inaugurada avanzado el primer lustro de los años sesenta, fue una obra moderna y novedosa para comunicar tres importantes ciudades de la costa oriental (Cabimas-Ciudad Ojeda y Lagunillas), pasando por campos petroleros (Tamare, por ejemplo) y poblados. Duraron tiempo haciéndola, pero digamos que el normal, llevando a feliz término su finiquito y obviamente dándole mayor dinamismo y sentido de progreso a toda esta amplia subregión. Era el primer y segundo gobierno de la democracia, que había sustituido la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Cuando la construían, pasábamos por ella en la bicicleta de mi hermano, montado como pasajero y observábamos las potentes maquinarias de variado tipo en plena labor y siempre los adultos nos hablaban de la potencia de todas esas máquinas. Permitió un mejor fluido de maestros, alumnos, trabajadores diversos, oficinistas y comerciantes. Y cuando esperábamos transporte, porque mi padre estaba ocupado, podíamos ver el inclemente sol de la Costa oriental, serpenteando en los distintos tramos de la autopista. Si bien no hubo los grandes resultados en áreas complementarias al tráfico, tangibles para niños o la vida más inmediata, que mi entusiasta progenitor nos había vaticinado para la zona donde vivíamos, no menos cierto es que a partir de su inauguración todo cambió en un sentido de modernismo y progreso. No se oía hablar de corrupción, ni de pérdida de recursos y las obras proyectadas iniciaban su funcionamiento. La autopista, hay que decirlo, igual que el puente sobre el lago de Maracaibo, pasó a ser algo respetado, consustanciado con la vida de la zona y marcó un antes y un después.

Varios de estos sucesos de la zona donde viví esos años, expresan y resumen un sentido institucional de orden y vida en la sociedad y la comunidad, con una presencia importante del respeto, la civilidad y otros valores que norman la vida en una nación. Era una Venezuela que quería avanzar y donde había ilusiones, esperanzas y posibilidades valiosas.


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