Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com
El enfoque racional Los politólogos suelen tomar prestado de la economía la figura del individuo maximizador para sus análisis. Se trata de un ser que, al buscar optimizar su bienestar, sopesa las oportunidades y desafíos que enfrenta para elegir la mejor combinación. Ello expresa una conducta racional. Aunque no lo denominan como tal, una “función de utilidad” incidiría en las decisiones de los políticos, buscando reducir al mínimo los costos o probabilidades de resultados adversos, y maximizando los beneficios o posibilidades de resultados provechosos para su tolda o proyecto personal. Es decir, como en economía, se parte de la existencia de un ser racional, cuyas decisiones responden a los premios y los castigos percibidos en un momento determinado. Sin esta suposición no sería posible predecir las acciones de los individuos ante políticas o estímulos específicos.
La hipótesis del individuo racional fundamenta los análisis de cómo sacar del poder a la camarilla usurpadora de Maduro. Su renuencia por dimitir, a pesar del notorio fracaso de su gestión, responde a incentivos poderosos. El control de las fuerzas coercitivas del estado le provee de enormes beneficios al facilitarle la expoliación de la riqueza social. Por su parte, la represión de las movilizaciones democráticas para sostenerse en el poder tiene, hasta ahora, bajo costo. Alternativamente, los costos de su salida son muy elevados, ya que los desmanes cometidos condena inequívocamente a algunos a prisión. Sus beneficios, además, serán nulos, pues carecen de activos con los cuales desenvolverse de manera lícita fuera del poder. En ausencia de su red de complicidades no son nada.
De ahí la lógica de la estrategia instrumentada por las fuerzas democráticas: modifíquese la relación costo-beneficio percibida por quienes sostienen al régimen para que les sea más atractivo irse que quedarse. Esto significa reducir los beneficios de su permanencia y aumentar sustancialmente los costos de la represión. Las sanciones impuestas a personeros del régimen que violaron derechos humanos y/o robaron al país cumplen este papel. Las sanciones más generales —exclusión del estado venezolano del sistema financiero estadounidense, prohibición de transacciones con PdVSA— achican las bases para sus negociados turbios, aunque con altos costos para el resto de los venezolanos. Finalmente, las atrocidades reveladas en el informe de Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, elevan los costos de la represión ante la comunidad internacional.
Por otro lado, el ofrecimiento de levantar las sanciones a quienes renieguen de la dictadura y ayuden a restablecer el ordenamiento constitucional, la posibilidad de un régimen transicional para juzgarlos -como ocurrió en las negociaciones de paz en Colombia--, así como eventuales períodos de gracia para que puedan esfumarse, debían bajar sustancialmente el costo percibido por dejar el poder. Profundizar estos incentivos debería producir deserciones militares (y de otros) y resquebrajar las bases del régimen. Y, en la medida que se haga evidente la inviabilidad de un régimen sin futuro, podría producirse una implosión que abriera las puertas a un cambio democrático sin mayores traumas.
Esta estrategia suscita la crítica de algunos por razones éticas o de justicia, dadas las concesiones que habría que hacer para inducir la salida de la mafia usurpadora. Pero su permanencia genera costos que pesan aún más. Lamentablemente, no ha producido los resultados esperados hasta ahora. Se plantea, entonces, 1) acentuar los incentivos, sobre todo las sanciones, cuidándose de las posibles repercusiones
negativas sobre el resto de la población; 2) darle más tiempo, aunque ello prolongaría la terrible situación actual de muertes y sufrimientos; y 3) abrir espacios para negociar soluciones globales o individuales. Es menester persistir en esta estrategia –se argumenta—para evitar salidas violentas, con altos costos para los venezolanos, que dejarían cicatrices que dificultarían la convivencia y la recuperación del país.
El efecto maldad Pero el análisis anterior no es suficiente, ya que omite un elemento crucial: la presencia de la maldad. Agradezco a mi amigo, el profesor Miguel Ángel Martínez Meucci, la introducción de este concepto como categoría de análisis político1. Implica que las decisiones tomadas desde el poder no necesariamente se atienen a una decisión racional ante una relación costo-beneficio, como la que se derivaría de la hipótesis del individuo maximizador. En todo caso, implica que debe incorporarse como “beneficio” en la función de bienestar de quienes ejercen el poder, el placer de hacer daño a quienes “se lo merecen” o son considerados enemigos2. Ello explicaría porque los incentivos instrumentados hasta ahora de la estrategia mencionada han tenido escaso efecto y ayudaría a responder a la pregunta de cómo se mantiene todavía en el poder un régimen tan nefasto, rechazado por la inmensa mayoría.
La maldad existe en toda sociedad. Suele desatarse por odios, frustraciones, ansias de venganza o de retaliación, resentimientos, envidias y/u otras pasiones malsanas. En aquellas sociedades con instituciones sólidas, con normas de convivencia y de respeto compartidas y consensuadas entre mayorías, la maldad es reprimida penalmente y/o condenada por razones morales. Transgrede valores y costumbres considerados justos o correctos. La propensión a la maldad puede ser potenciada en quienes padecieron maltratos de niño, crecieron en ambientes de mucha violencia e injusticia o que sufrieron traumas o agresiones que no fueron adecuadamente procesadas. Seguramente hay otras explicaciones, pero como no soy experto en el área, no me atrevo a ofrecerlas. Lo importante, en lo que al presente escrito se refiere, es que esta maldad –imposible de suprimir totalmente-- tiende a reducirse al mínimo en presencia de instituciones sanas, incluyendo los valores conculcados en el ámbito familiar, vecinal o religioso. En tal entorno, difícilmente llega a ser una conducta extendida entre grupos o estamentos sociales, ni tampoco a caracterizar el ejercicio del poder. De convertirse en condición mayoritaria o notoria, señalaría un fuerte resquebrajamiento de las instituciones.
El papel de la ideología y de las mafias Entre las instituciones no puede dejar de mencionarse a la ideología, crisol de valores, mitos y creencias que moldean nuestra visión del mundo y, por tanto, nuestra conducta en sociedad. Ideologías basadas en el conflicto, que pregonan una única verdad, religiosa o política y profesan odio contra quienes ponen en duda su supremacía, suelen encomiar la maldad cuando ésta se canaliza contra ellos. El fascismo clásico, las sectas islamistas y las agrupaciones revolucionarias que invocan la “lucha de clases” invitan a ejercer la maldad contra quienes desamparan de toda consideración como miembros de la sociedad deseada, en tanto que “enemigos” de ella. La justifican por razones de limpieza o redención social. Odiar a quienes están reñidos con el proceso liberador e, incluso, fusilarlos sin misericordia tras juicios sumarísimos --el “Che” en el fuerte La Cabaña-- es loable: “la Historia lo absolverá”. En mentes sectarias la prosecución de fines trascendentes excusa las maldades más crueles: se convierten en “bondades”.
1 http://www.ideasdebabel.com/el-dragon-tatuado-consideraciones-en-torno-al-mal-extremo-por-miguel-angel-martinezmeucci/?utm 2 La descripción obedece más al concepto de crueldad que el de maldad, definida más bien como ausencia de todo precepto moral que limite hacer el mal. Cabe señalar que la escuela del Public Choice fue pionera en la incorporación del altruismo en las funciones de bienestar del ser maximizador (James Buchanan, Theory of Public Choice). No es halado por los cabellos, entonces, sustituir esta noción por una categoría de signo contrario, el de la “maldad”.
Por otro lado, donde se destruyen instituciones liberales que fomentan la convivencia y el respeto por el otro, emergen regímenes de fuerza. Las relaciones de poder suelen facilitar prácticas de expoliación – como revela el caso venezolano-- conformándose con el tiempo auténticas mafias basadas en la lealtad absoluta al líder a cambio de una cuota en los frutos del expolio. Sus acciones pueden cobijarse con distintos idearios, llegándose a plasmar incluso en códigos de conducta. Se estructuran organizaciones regimentadas y jerarquizadas, en las cuales la disposición a la violencia –ser el “malo” de la partida-- puede ser la vía para “ganarse” el ascenso. Se cuelan en el poder los más perversos.
La maldad en el régimen de Maduro En la Venezuela de Maduro, quien asume “valerosamente” un comportamiento perverso, violatorio de los derechos consagrados en la constitución, como fue el caso de la fiscal Harrington, la jueza Barreiros, los militares imputados de narcotráfico o aquellos que han destacado en sus labores represivas, como el general Zavarce, son premiados con reconocimientos y ascensos. Las FAES, grupo de exterminio que hace razias en barriadas populares, son alabadas. Se incentiva deliberadamente a desafiar los derechos humanos y demás valores de la democracia liberal en nombre de una “revolución”.
En tal escenario, labran sus posiciones de liderazgo quienes destacan por su perversidad y crueldad, como es el caso de Diosdado Cabello. Y como tal conducta se ampara en la construcción de una realidad alternativa con base en un discurso ideológico refractario a toda crítica externa, suele ser aplaudida: se ha convertido en un nuevo “correcto”. El cinismo de Cabello es, en realidad, jactancia en despreciar todo entendimiento para regresar al ordenamiento constitucional, porque ello no es compatible con el ideario así construido. De ahí también los disparates con que, sin rubor alguno, Maduro justifica su política represiva y culpa a las víctimas de las acciones libradas contra ellas.
La dinámica política del chavismo ha compactado en un núcleo central de poder, tanto por mecanismos de promoción propios a toda mafia como por su funcionalidad para con el montaje ideológico que les sirve de justificación, a los más perversos. Cuando Iris Varela alardea que, “Así dejemos a Venezuela en cenizas no nos iremos del poder”, Delcy Rodríguez grita que la “revolución” persigue la venganza, Maduro se ufana de que “ni por las buenas ni por las malas” llegará Guaidó a gobernar y Cabello amenaza con el mayor desparpajo que, ante una intervención extranjera, se “exterminará” primero a la oposición porque es lo más fácil, están exteriorizando su maldad. Rechazan la idea de convivir con el “otro”, ¡pero en nombre de una “revolución” que profesa amor por el pueblo!
Como es harto sabido, la práctica de la tortura degrada, antes que nada, a los torturadores. Al ser extendido y contar con la anuencia o complicidad de los más altos niveles, el régimen muestra estar podrido. El estado policial que ha instalado, con el protagonismo cada vez más activo y “a la libre” de los organismos de seguridad y de bandas paramilitares fascistas, es un caldo de cultivo para la maldad.
En realidad, la maldad contra quienes se desprecia representa un ejercicio de poder. Así lo ejemplificó Maduro cuando se hizo filmar bailando salsa mientras la Guardia Nacional y las bandas fascistas asesinaban a jóvenes que salían a manifestar a favor de la restitución del ordenamiento constitucional. Ello se repitió al difundir la imagen de oficiales de la marina de guerra bailando con traje formal a escasas horas de la muerte, luego de espantosas torturas, del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo. Si, como señaló Lord Acton, “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, nada más absoluto que disponer de la vida de otros, por encima de la ley, consideraciones éticas o humanitarias.
De manera que, al lado de los intereses pecuniarios que les impide despegarse del poder --fuente de sus fortunas--, y de la construcción ideológica que “justifica” que se cojan el país para sí y sirve para “auto absolver” sus atropellos a la población, se encuentra la exudación de poder que da la crueldad en el trato a quienes considera enemigos, “beneficio” en la función de bienestar de Maduro y los suyos.
Los factores mencionados –los intereses de mafia, la excusa ideológica y la maldad-- explican el proceso deliberado e inclemente de empobrecimiento sostenido de la población con políticas económicamente destructivas. A pesar de innumerables llamados a Maduro para rectificar, nunca lo hizo. Simplemente, no le importa. El hambre, la miseria, las muertes y padecimientos por falta de medicamentos y deterioro de las instalaciones sanitarias, la inseguridad y el colapso de los servicios públicos, no obedecen a un complot imperialista para bajar los precios del petróleo ni son accidentales. Pero el régimen despacha el asunto con cajas de productos subsidiados (CLAPs), distribuidas a hogares humildes a cambio de lealtad y sumisión. Burlarse abiertamente así del sufrimiento de tantos ostenta una supremacía “revolucionaria”. Ahora el informe desgarrador de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas certifica las atrocidades que organizaciones defensoras de derechos humanos tenían años denunciando.
A quienes Maduro debe su permanencia en el poder, la cúpula militar y la seguridad de estado cubana, son componentes indisolubles de ese cáncer tóxico que viene gangrenando el tejido económico y social del país. Por eso no hacen nada, a pesar de la dimensión de la tragedia urdida sobre los venezolanos. Padrino y demás jefes militares controlan la economía y son los principales beneficiarios del régimen de expoliación instalado. Detrás, hay 60 años de experiencia perfeccionando mecanismos de terror de estado acumulados por los asesores cubanos, cómplices y socios de la mafia chavista. Ahora aparece Vladimir Putin empeñado en desestabilizarle el patio trasero de los EE.UU., alentando a Maduro a resistir frente a las presiones por desalojarlo, parapetándole los equipos militares que le vendió a Chávez. La maldad endurece la indisposición de la mafia por llegar a acuerdos, la cementa en el poder.
Implicaciones: ¿negociación o intervención? Lo argumentado hasta ahora va en la dirección de señalar que Venezuela no sufre simplemente de una dictadura militar con la que, en consideración de la preservación de sus intereses en el tiempo, puede llegarse a acuerdos. Nos enfrentamos a una mafia que concentra maldad y se refugia en una realidad alterna para blindarse contra toda increpación basada en los hechos. Cualquier enfoque sobre la solución a la tragedia venezolana debe tomar en cuenta tales condicionantes. Por otro lado, la institución militar como tal simplemente no existe, carcomida por la politización, el oportunismo y el reemplazo de las líneas de mando por lealtades de mafia. La descomposición se refleja también en el protagonismo beligerante de bandas fascistas que poco a poco van asentando su autoridad en zonas populares. Instancias públicas retroceden ante la consolidación de redes de complicidad en el expolio del patrimonio nacional. En esta situación de anomia, personeros del núcleo duro del Madurismo responden como todo fascismo atrincherándose para librar una batalla final. Ofrecer negociar a la par que se persigue a parlamentarios, se tortura y asesina a militares y civiles opuestos al régimen y se encarcela a venezolanos por razones políticas, mientras se libera a otros, ¿Va en serio, más allá de procurar un segundo aire para seguir con sus desmanes? ¿Tiene sentido?
Obviamente tiene sentido si genera los resultados esperados en un tiempo prudencial. Debe evitarse prolongar innecesariamente el sufrimiento del pueblo venezolano. Pero ¿quién o quiénes desde el poder están dispuestos, realmente, a llegar a acuerdos? Entramos en el mundo de la especulación. Por su imbricación con la maldad, no parece que se pueda contar con los integrantes del núcleo central de poder. Más hacia la periferia, ¿Quiénes estarían propensos a entrar en una negociación como la
planteada en la estrategia descrita al comienzo? ¿Qué tanto depende la mafia de ellos? ¿Significaría el resquebrajamiento definitivo de su poder criminal? Desde afuera, imposible de saber.
Si bien una salida expedita, a los ojos de muchos, estaría en sacar a Maduro y compañía por la fuerza, se plantean los siguientes problemas:
1) las fuerzas democráticas en Venezuela, de no prosperar una deserción masiva de militares, no tienen capacidad para ello. Esta reside en los países amigos, la mayoría de los cuales se han manifestado en contra, hasta ahora, de tal acción.
2) Es difícil evaluar el costo de tal intervención. Todo hace prever un desplome rápido de la resistencia militar formal, pero es difícil que no haya derramamiento de sangre. Por otro lado, la anomia y la anarquización del país pudiera generar focos de violencia al desmoronarse la fuerza Armada, con capacidad de desestabilizar un gobierno de transición y/o causar bastante daño.
3) Es menester rescatar una estructura militar confiable que respalde la autoridad de un gobierno de transición. Estar en capacidad de garantizar la paz y el orden requerirá, por un tiempo, contar con militares leales. Una intervención extranjera podrá dificultar esto.
¿Qué hacer? Ante el atrincheramiento del núcleo central, las fuerzas democráticas necesitan del apoyo activo y comprometido de los países amigos. Por tanto, no se puede abandonar la negociación, que es la base de su estrategia. Aun manteniéndose el lineamiento de cese a la usurpación, gobierno de transición y elecciones confiables, el punto álgido es el de las elecciones, pues las condiciones mínimas aceptables para su realización presuponen dirimir los otros dos: Maduro no aceptaría realizar elecciones en condiciones en las que claramente perdería y cuyas secuelas, tomando en cuenta la euforia desatada, serían desastrosas para la mafia. De ahí que la exigencia estricta y celosa de condiciones para la realización de comicios con todas las garantías se convierte en punto de honor.
Lo anterior implica que la negociación debe hacerse necesariamente en un marco de presión creciente que asome, de manera cada vez más clara, la posibilidad de una intervención si, en última instancia, el régimen no muestra disposición alguna en ceder. Esto significa varias cosas:
1) Convencer a los aliados internacionales, sobre todo al Grupo Lima y la Unión Europea, de la malignidad del núcleo duro del Madurismo. El informe Bachelet ayuda a este entendimiento, pero debe acompañarse de otras acciones como las intentadas ante la Corte Penal Internacional3. Ello pone énfasis en que los representantes del presidente (e) Guaidó continúen denunciando los atropellos del régimen ante las instancias de gobierno del país en el que están acreditados.
2) Neutralizar, hasta donde sea posible, la interferencia rusa y de otros países aliados de Maduro. Esto, obviamente, no depende de los venezolanos, por lo que debe concertarse como parte de una estrategia internacional.
3 No hay que olvidar, lamentablemente, que el informe de la Alta Comisionada debe presentarse ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, donde el régimen tiene aliados que pueden evitar su aprobación.
3) Tratar de descifrar la postura definitiva, si es que la hay, del gobierno estadounidense frente a la situación venezolana. A pesar de las declaraciones amenazantes contra Maduro de altos voceros y del propio Trump, nuestro país está lejos de ser central a los intereses de Estados Unidos. ¿Las elecciones presidenciales del próximo año favorecerán una actitud más definitiva de ese país ante la banda criminal que desgobierna a Venezuela? Un presidente que ha hecho alarde de racismo y que tilda a los mexicanos de violadores y criminales, no augura un compromiso más allá de declaraciones que puedan favorecerlo electoralmente. Ahora que ha cobrado relevancia el manejo internacional de la crisis venezolana, ¿cómo entra Venezuela, si acaso entra, en la política exterior del país del norte? ¿Existe una estrategia discernible al respecto?
4) La pieza clave pudiera ser el presidente Duque de Colombia. Más allá del oprobio que genera la mafia militar – civil, la situación venezolana constituye una amenaza para la estabilidad y seguridad de la región. No sólo por ser plataforma para el narcotráfico, refugio de la guerrilla colombiana y asiento supuesto de bandas terroristas, sino también por el efecto desestabilizador causado por los millones de venezolanos forzados a abandonar el país en busca de sustento. Colombia es la nación que, por mucho, sufre más el impacto de estos elementos. De ahí que debe alentarse que el presidente Duque asuma un liderazgo firme para adoptar una postura comprometida --que no descarte la intervención militar en última instancia-- ante el Grupo de Lima y los Estados Unidos. Presentar una amenaza creíble a la mafia de Maduro será decisiva para forzar una disposición en algunos de sus integrantes a negociar una salida efectiva.
5) Finalmente, es menester fortalecer el liderazgo democrático interno, cerrando filas en torno a las iniciativas asumidas por el presidente (e) Juan Guaidó y procurando la búsqueda de consensos con partidos y organizaciones sociales respecto a las acciones a tomar. Ello es clave para anclar apoyos externos. Además del trabajo de base en distintos sectores de la sociedad y la promoción inteligente del Plan País como alternativa viable y creíble al desastre urdido por la mafia, deben continuarse los esfuerzos por detectar y comprometer a militares sanos en el restablecimiento del orden constitucional. Como se mencionó arriba, sin la existencia de una estructura militar respetuosa de la ley, sometida al liderazgo civil, será más difícil restablecer la autoridad de un gobierno democrático, dado el ambiente inicial anarquizado que emergerá de la anomia y la descomposición actual.
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Debo confesar mi incomodidad por estar opinando desde las gradas sobre el acontecer venezolano. Se trata de unas reflexiones que viene mascullando alguien entrado en la tercera edad acicateado por el sentimiento de impotencia que lo embarga ante la barbarie que se ha enseñoreado de Venezuela. Como ciudadano responsable, deseo contribuir con la unidad de propósitos que permitan superar esta tragedia. De ahí la ilusión de pensar que estas reflexiones puedan contribuir con ello.
En mi descargo, quiero manifestar mi confianza y admiración por esa valiosa y brillante generación de jóvenes que han asumido la conducción del proceso liberador. Son los muchachos que han crecido bajo este oprobio, muchos exdirigentes estudiantiles, quienes hoy ocupan posiciones visibles de liderazgo en las luchas por la democracia. No tengo la menor duda de que en manos de esta calificada y comprometida generación, el país saldrá de esto.
¡La maldad no puede triunfar, será derrotada!
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