domingo, 21 de julio de 2019

El "costo argentino" ante el desafío de la integración


El "costo argentino" ante el desafío de la integración

Cuando no hay competencia externa, falta un verdadero incentivo para reducir costos, pues los precios finales sirven como caja negra para ocultar desvaríos




21 de julio de 2019  
El histórico Tratado de Libre Comercio (TLC) entre el Mercosur y la Unión Europea plantea desafíos que trascienden al sector industrial, para urgir una reconversión casi completa de la economía argentina. Desde la óptica europea, tiene un impacto similar respecto del sector agropecuario.
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Durante décadas, la Argentina se ha habituado a funcionar con el sistema de "coste y costas". Esto es, trasladando al precio final de los productos todos los costos e ineficiencias acumuladas en las múltiples actividades que se despliegan en su territorio, mediante una cadena de "complicidades" e intereses creados que permea también la política.
Suele utilizarse la expresión "costo argentino" para referirse, en forma abreviada, a ese agregado de entuertos que restan valor al trabajo y le impiden tener una retribución justa. De ese modo, ha existido una displicencia en el uso de los recursos, fomentada por el populismo, aprovechada por el oportunismo e ignorada por la población, que resulta ahora una madeja muy difícil de desenredar.
Cuando no hay competencia externa, nadie tiene un verdadero incentivo para reducir costos, pues los precios finales sirven como caja negra para ocultar desvíos y desvaríos. Y así, en un encadenamiento silencioso y tolerado, la superpoblación de empleados públicos (sobre todo, provinciales) se refleja en el costo empresario a través de la presión fiscal, los altos intereses y la inflación. De igual manera, las jubilaciones y pensiones, planes, subsidios, cargas sociales y aportes sindicales, como en un colectivo atestado, piden correrse "porque hay lugar", aunque asfixien al resto de los pasajeros. Con más los aranceles profesionales, las rigideces laborales o la industria del juicio.
El Congreso Nacional ha sido un semillero de regulaciones para favorecer sectores a través de normativas que impiden la competencia y que, en definitiva, también se reflejan en el precio final de nuestra producción, descolocándola de los mercados externos.
Ha existido una notable asimetría entre la expansión del gasto público para atender necesidades colectivas cada vez más caras y la despreocupación por lograr mayor productividad para poder "bancarlas", ignorando que son caras de la misma moneda: cuanto más progresismo se pretenda, más eficiente debe ser el capitalismo para sufragarlo.
El TLC es oportuno, pues la Argentina no puede demorar la modernización de sus estructuras. Con el abandono de la convertibilidad y su secuela de pobreza en 2001, hemos aprendido el riesgo de acumular "atrasos cambiarios" que luego estallan en ajustes abruptos y dolorosos. De igual forma, la costumbre de funcionar a "coste y costas" es insostenible en el tiempo, pues el mundo continúa avanzando aunque nos escondamos bajo la cama para vivir con lo nuestro, como hace medio siglo. Aunque parezca que estamos quietos y protegidos en nuestro distante Cono Sur, ampliamos un retroceso relativo que cada día costará más superar. Como un "atraso competitivo" mucho más regresivo que el cambiario.
Este escapismo colectivo, alentado por el discurso populista, también ha afectado los valores de la sociedad. Al creer que "todo vale", pues la protección permite ocultar todas las falencias y los abusos, hemos aceptado que el esfuerzo valga menos que la viveza; hemos descalificado el mérito en la educación y reemplazado la norma por la excepción.
Los países modelo de instituciones progresistas (invariablemente costosas) optimizan sus niveles educativos, cuidan su solvencia fiscal, respetan la seguridad jurídica, evitan el cortoplacismo, invierten en forma cuidadosa, tienen austeridad política, transparencia en los gastos, desarrollan infraestructura y logran equidad mediante igualdad de oportunidades, con redes solidarias para ayudar y reinsertar a los excluidos. Es decir, son competitivos.
El formato de "coste y costas" genera intereses creados entre quienes, con la mejor buena fe, tienen sus ingresos vinculados al statu quo y temen cualquier cambio que pueda proponerse. De allí que muchos políticos y sindicalistas, aun conscientes de la necesidad del cambio, busquen capitalizar estos temores en su provecho, soslayando el debate de fondo.
Imaginemos un barco hundido en el fondo del mar, que se quiere reflotar. Quizás el primer año sea posible, con grúa, linga y malacate. Pero medio siglo después, cuando ya oxidado y desarrollando colonias de peces, crustáceos, moluscos, algas y corales, la extracción es casi imposible. No solo por el deterioro de la nave, sino por la oposición de sus establecidos ocupantes. De igual forma ocurre con el desafío para lograr competitividad luego de tantos años de autoindulgencia. Es previsible que el proceso de cambio deba enfrentar paros, piquetes, solicitadas, recursos de amparo y medidas cautelares, para intentar evitarlo.
El desafío de la competitividad no será únicamente para las industrias que deberán reconvertirse, sino para toda la sociedad, que deberá aceptar cambios estructurales y culturales a fin de que aquellas, último eslabón de una cadena de desidia, ineptitud y destrucción de valor, no sean el "jamón" de un sándwich que hemos preparado tras el mostrador de la política, las presiones sindicales y corporativas y el consenso mayoritario.
La Argentina requiere un salto cuántico de competitividad para alentar inversiones y la entrada de capitales. De ese modo, se creará un entorno distinto, no imaginado por quienes temen el cambio. La transformación será viable por la disponibilidad de recursos financieros, al revertirse la histórica fuga de capitales si se logra un nuevo marco de seguridad jurídica, ampliación de mercados y alineación de precios relativos con el mundo.
Por ello, este desafío debe ser la principal política de Estado, aunque la expresión esté desgastada, pues no es viable sin un liderazgo firme, acordado expresa o tácitamente con los partidos o espacios más relevantes para que las reformas sean profundas y duraderas.

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