Venezuela Mad Max
Leonardo Vera | 22 de julio de
2020
Al igual que la mayoría de
los países del sub-continente Venezuela comienza a lidiar con la pandemia del
Covid-19 en marzo de 2020, pero en franco contraste con el vecindario, el
impacto de este azote ha llegado en el contexto de una sociedad distópica, donde
una pequeña hueste rodeada de privilegios y seguridades impone su poder
despótico sobre sus congéneres, y estos lanzados a la incertidumbre sobreviven
a una crisis de dimensiones socio-económicas desconocidas en el hemisferio.
Venezuela lleva sobre sí la marca de una catástrofe. En 6 años acumula una
caída del producto interno bruto de 65%, y este año las estimaciones más
optimistas hablan de una caída adicional de 26%, de lejos la debacle productiva
más dramática en el continente.
En noviembre de 2017 la tasa de
inflación mensual en Venezuela marcó 56%, y desde entonces el flagelo es
galopante y el país se encamina a su cuarto año con tasas de inflación
estratosféricas. Frente a la indolencia y carencia de políticas de estabilización,
sólo la brutal caída del consumo parece ser la esperanza de las autoridades
públicas; ineptas e indiferentes, asentadas en las trincheras del poder.
Estos dos terribles males
macroeconómicos -depresión e hiperinflación- se han comido literalmente la economía.
Tanto es así, que el ingreso por habitante en Venezuela ha retrocedido 73 años
para ubicarse en los niveles registrados en el año 1946. La Encuesta de
Condiciones de Vida (ENCOVI), un encomiable esfuerzo de tres universidades por
conocer la calidad de vida de los hogares, ha revelado hace unos días que cerca
de 79 % de los hogares en Venezuela son pobres extremos. Lo son por no tener
ingresos suficientes para cubrir el costo de la canasta alimentaria. Para estos
pobres extremos, las transferencias gubernamentales (bonos y ayudas),
representan el 45% de sus ingresos, pero el monto de esas transferencias y
ayudas oscilaba, para el momento que se realizó la ENCOVI (Oct 2019 – Mar
2020), entre 1 y 5 dólares mensuales. Con semejante precariedad para llevar pan
a la mesa, no es extraño que la ENCOVI encuentre 639 mil niños menores de 5
años con desnutrición crónica.
Apaleados por una fórmula sin
precedentes de generar pobreza, legiones de venezolanos han salido del
territorio. Mayormente caminan hacia los países vecinos y al sur del continente
en búsqueda de trabajo. El éxodo en los últimos tres años según las
estimaciones de OIM es de 2,7 millones. Las cifras de ENCOVI es ciertamente
menor, 2,3 millones. En una ventana de tiempo más amplia la migración venezolana
en los últimos años se estima en 5 millones de personas.
Una encuesta hecha Colombia, el
país que hoy recibe la mayor parte de la migración venezolana, indica que,
entre los migrantes venezolanos, 45 % completó sus estudios de secundaria y 28
% tiene formación técnica superior o universitaria. Pero 89 % no ejerce su
profesión u oficio en Colombia porque no cuenta con los permisos necesarios. La
realidad es que los procesos de convalidaciones y homologaciones son una
barrera para buscar empleo y la mayor parte subsiste en la precariedad de los
empleos informales. De cara a los estragos económicos de la pandemia en la
región, Eduardo Stein, Representante Especial Conjunto ACNUR-OIM ha señalado
hace unos días: “Los venezolanos en toda la región ahora se enfrentan al
hambre, la falta de acceso a la atención médica, las perspectivas de la falta
de vivienda y la xenofobia”.
Muchos han quedado en la calle a
raíz de la pandemia. Para ellos, que hace unos años atrás eran ciudadanos
andinos, hoy no existe siquiera la protección social. Algunos han decidido
regresar. Regresar sin mayores perspectivas a una economía arruinada, pero
donde al menos algún techo y red de seguridad familiar existe. Pero el regreso
es un martirio y la moral se arrastra. Son recibidos por gente que los llama
“bioterroristas” y los mira con desprecio ¿A qué realidad regresan?
Venezuela está dejando de ser un
país petrolero, y de manera acelerada. La industria de los hidrocarburos ha
quedado desmantelada tras años de desinversión, sobre-endeudamiento, frágil
gobernanza, y caos organizacional. Esta debacle aunada a las sanciones
comerciales de los EE.UU., han llevado la producción de crudo de 2 millones 800
mil barriles en 2014, a escasamente 393 mil barriles al cierre del primer semestre
de este año, un nivel de producción no visto desde el año 1943. Venezuela, que
llegó a tener el parque refinador más grande del mundo, ha paralizado por meses
la movilidad interna por la aguda escasez de combustible.
Así que en Venezuela no hay renta
petrolera que distribuir, la depresión y el paro decretado durante la pandemia
han hundido además la recaudación tributaria, en un país que está aislado
financieramente del resto del mundo. Venezuela no recibe ayuda hoy de ningún
organismo multilateral y sólo el sistema de emergencia humanitaria de las
organizaciones de Naciones Unidas junto con otras agencias de ayuda están
aportando algún recurso para lidiar con un sistema público de salud, con pocas
excepciones, en ruinas.
Las necesidades de servicios
públicos son apremiantes. El agua y la energía eléctrica fallan recurrentemente en
las mayores ciudades del país. Un 93 % de los hogares usa gas para cocinar,
pero la distribución se ha convertido en un dolor de cabeza para el monopolio
del Estado. El transporte público se ha venido a menos y de aquel país que
llegó a tener una de las mejores infraestructuras de servicios públicos de
América Latina y el Caribe, ya no queda ni su sombra.
La pandemia es ahora que comienza
a expandirse peligrosamente, con un crecimiento preocupante de casos
comunitarios. Ante un sistema de salud que colapsa con un soplo, y sin calidad
institucional para diseñar protocolos específicos de bioseguridad, las
autoridades han decidido encerrar a la gente otra vez.
Sin trabajo y sin posibilidades
de salir a la calle, muchos venezolanos se reinventan desde sus hogares
ofreciendo múltiples servicios como venta de comestibles y otras reventas de
productos. Los que no, dependen de la caridad pública. La asistencia pública
llega de la boca de Nicolás Maduro, cuando cada quince días anuncia su dádiva.
Desde mediados de abril ha repartido 8 bonos, no todos universales, con montos
que oscilan entre 1,5 y 3,5 dólares. En grotesco contraste, las estimaciones
del Centro de Documentación y Análisis Social adscrito a la Federación
Venezolana de Maestros (CENDAS-FVM), indican que la cesta de alimentos para un
hogar ronda los 300 dólares al mes.
El gobierno de Maduro también ofrece una ayuda
directa en alimentos; el programa CLAP que nació en abril de 2016 en el marco
de un Decreto de Estado de Excepción y de Emergencia Económica. Consiste en una
caja de alimentos de origen importado, y cuyo contenido ha mermado en los
últimos meses. La ENCOVI brinda alguna información relevante del programa y encuentra
que, entre noviembre 2019/marzo 2020, 92% de los hogares declaran haber
recibido las cajas CLAP, lo que revela un gran esfuerzo de cobertura,
pero además un altísimo grado de dependencia económica y alimentaria de la
ayuda gubernamental por parte de los hogares. Mientras 39% señala recibirla una
vez al mes, un 46% señala recibirla sin periodicidad definida. El subsidio
implícito de una caja CLAP está alrededor de 7 US$.
El programa se ha visto envuelto
en un gran escándalo internacional al descubrirse entre otras cosas una oscura
trama en la comercialización de estos alimentos que son pagados en otras
latitudes con oro extraído al sur del Orinoco.
Allí en la región verde del país,
el gobierno de Nicolás Maduro ha cedido a la explotación minera 111.843 km2 de
territorio (equivalente al tamaño de Honduras). No es minería industrial; es
minería ilegal y artesanal en uno de los ecosistemas más frágiles del planeta,
afectando la vida y la cultura de las comunidades indígenas en áreas donde
ahora se denuncia explotación laboral, sexual e infantil, donde prolifera la
malaria, un espantoso daño ambiental y en presencia de grupos delictivos que
controlan las minas y que han terminado desatando una violencia, que llevó a
los municipios de Caroní y Heres a tener en 2019 las tasas de homicidios más
alta del país, con 97 y 86 asesinatos por cada 100.000 habitantes,
respectivamente, según el Observatorio Venezolano de Violencia.
Así, lo que parecía inconcebible
ha llegado. El oro que procede de la devastación del bosque tropical lluvioso y
del mayor capital natural de Venezuela, ha terminado siendo entonces la fuente
de recursos que paga las importaciones de comida que en duras horas llenan el
estómago de las famélicas familias venezolanas.
--
Leonardo Vera |
Profesor-Investigador | UCV-FACES | Escuela de Economía,
Ciudad Universitaria, Caracas 1051 | FLACSO-ECUADOR | Economic
Development Program | Calle La Pradera E7-174 y Av. Diego de Almagro,
Quito | T: +593 099 9250506 | T: +58 416.4028406 | leoverave@gmail.com| http://ucv.academia.edu/LeonardoVera
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