EDUARDO ORTIZ RAMÍREZ
Para Valentina
A inicios de los años sesenta, Barrio Nuevo no era más
que una parte de la periferia de Ciudad Ojeda en la costa oriental del lago de
Maracaibo. Los sueños de mi padre Publio siempre nos señalaron que, cuando
terminasen la autopista que comunicaría Cabimas con Lagunillas, todo mejoraría
en áreas variadas y adicionales al tráfico y desplazamiento por la nueva vía en
sí misma. La autopista, como sucedía con las obras publicas en aquellos años,
efectivamente la terminaron, pero no hubo el tantas veces señalado mejoramiento
por parte de mi padre. La evolución de la zona, muy tranquila y decente puede
decirse que fue bastante lenta durante los tres cuatro años que vivimos allí.
A Barrio Nuevo nos fuimos a vivir después de uno de
los tantos vaivenes económicos que tuvo mi padre y que, en este caso, había
implicado la perdida de casas y bienes
comerciales en la Cabimas petrolera. Publio, un trabajador empedernido, siempre
orgulloso y optimista, no titubeó en iniciar nuevas acciones para la vida y sustento.
De allí compró la casa en Barrio Nuevo y comenzó a reconstruirla,
convirtiéndola en una de las más
completas y bonitas de la zona.
La zona era cercana al lago de Maracaibo -en este
caso, su costa oriental-, aunque separada de el por un inmenso e impenetrable
manglar donde habitaban cerdos de monte, culebras, babillas, peces y anidaban
distintos tipos de aves e insectos. En algún momento, alguien había construido algún
camino de madera sobre las aguas del impenetrable manglar, pero había terminado
perdiéndose. Al menos en esa zona, nunca se podía tener ningún tipo de contacto
con el lago como tal, sino solo con las aguas dispersas a través del manglar.
De resto, en nuestra zona de referencia fundamental, había entre unas 15 y 20
casas habitadas mayormente por venezolanos. Dos familias eran extranjeras, una
de inmigrantes españoles y otra de trinitarios; estos últimos muy tranquilos,
ordenados y respetuosos y que en diciembre adornaban sus árboles con luces de
navidad de una manera imborrable para mí. Cerca de ellos había otra casa de
inmenso terreno, donde siempre estacionaba un Studebaker (de uno de esos
modelos famosos de los años 50), y siempre había como una especie de misterio o
aislamiento. La mayoría de los
habitantes trabajaban fuera de allí; los españoles, por ejemplo, comerciaban
cebollas al mayor entre Zulia y Lara, y de noche, a veces, se dirigían en
familia a la casa a conversar con mis padres. En los años que allí vivimos,
nunca se informó de ninguna situación irregular atinente a peligros o
inseguridad. Era una comunidad muy tranquila donde los requerimientos de
diverso tipo debían buscarse en la inmediata Ciudad Ojeda y si no en Cabimas o
Lagunillas, donde estaban los llamativos campos petroleros con sus casas
ordenadas, su habitacion fría, el comisariato
y otros servicios, y donde vivían algunos de mis familiares.
Muchas cosas y sucesos guardamos de nuestra vida allí, como mi primera y
ordenada escuela y su notable y excelente maestra, Leopoldina de Vargas.
Señalaremos cinco eventos –unos más circunstanciales que otros-, sin embargo,
por guardar un lugar especial en nuestra memoria.
El primer suceso trata de la rueda de un
parque de diversiones. Una rueda solitaria llegó un día a la zona y causó un
revuelo descomunal. Empezaron los comentarios y las muy pronto formadas
leyendas. Que se veía toda Ciudad Ojeda, que podía verse hasta Lagunillas, y
faltó poco para que se ubicaran lugares más lejanos que pudieran verse. En mis
ambiciones de niño, indudablemente que la pregunta y deseo era sobre cuando nos
llevarían. Pasábamos en el auto de mi padre y el desespero aumentaba hasta que
llegó el gran día. Nos llevó la familia y nos montamos con Publio, mi hermano
mayor. Los miedos eran inmedibles, pero todo lo compensaba la idea de que desde
allí podía vislumbrarse de otra manera el mundo. Hoy día no recuerdo realmente
todo lo que vi, solo recuerdo un gran impacto y brillo. Pero nunca en la vida
he olvidado esa rueda mágica, misteriosa y prácticamente increíble, para mi
mente de niño de aquel tiempo y de ese ambiente. Sus colores, su fuerza, el
orden para montarse allí, todo representaba un mundo por descubrir.
Una comunidad apacible puede verse conmocionada por
un evento que, en otra, se considere muy normal. El segundo suceso, sin embargo, no es muy normal. En una mañana
cualquiera, antes de las actividades normales, porque era como que había tiempo
para todo, mi padre pensaba en buscar algo conmigo en Ciudad Ojeda. Yo lo esperaba
con la seguridad y el ansia con que, un niño de seis años, espera a su padre.
Lo esperaba cerca de su camioneta pickup.
De repente, sin embargo, escucho bulla, personas corriendo a lontananza,
e incluso un pequeño camión o vehículo y, delante de todos, venia una especie
de torete corriendo a toda fuerza, escapándose, huyendo con una gran decisión.
Este torete, porque tenía todas las cualidades de uno, y así lo vi y así lo
recuerdo, corría con una gran altives. De pronto su carrera acabó, pues decidió
meterse e en la casa de Uvita, una joven muy ordenada de una familia muy blanca,
cuyo origen era puerto cabello. El torete se metió en la casa, en una especie
de garaje y allí llego el final de su carrera, pue s los hombres que lo perseguían
lograron controlarlo y llevárselo. Con la energía y desespero de un esclavo que
huye, aquel animal huía de la muerte, pues resultó ser que cerca de la zona había
un matadero de ganado y él, por una vía distinta a la Ferdinando, había decidido salvar su vida; cosa que no logró, pues
se lo volvieron a llevar al matadero. Muchos años han pasado y nunca olvido su
imagen desafiante y libertaria.
Mi padre, a pesar de la reciedumbre de su carácter,
forjado en los poblados pequeños, asoleados y muy llamativos del norte de
Falcón (Casigua, Quisiro, Mene de Mauroa y otros), en la vida casi Cosmopolitan
de la Cabimas petrolera –dada la presencia de las petroleras extranjeras- y en
numerosos contactos y vida con “turcos”, en base a lo cual nos transmitía
hábitos y tipos de consumo, era un admirador de la lucha libre (esa influencia
mexicana, como tantas otras, en varios países de América Latina). Resultó que
la lucha libre llegó por fin a Ciudad Ojeda, y ese es el tercer suceso. ¡Tamaña oportunidad la que tenía Publio para
verla! Como podía pasar en cualquier pequeña ciudad del momento, eso atrajo
mucha gente. La plaza bolívar de Ciudad Ojeda, no se dio abasto para recibir
los muchos que allí llegaron. Pero Publio hizo el esfuerzo y se llevó incluso
unos bancos o sillas plegables, como si aquello fuese a ser algo de muchas
opciones. Nada que ver con eso. Era tanta la gente, que el resultado fue que -como
les pasó a mis hijos y sobrinos en un concierto de Shakira y guardando las
diferencias de todo tipo-, quedó extremadamente lejos. Casi no podía ver, a pesar
de su altura ´-que era promedio alto digámoslo así-, pero una noble
preocupación de padre lo mortificaba en el hecho de que fuésemos nosotros los
que no pudiésemos ver. De ahí entonces, decidió alzarnos en los hombros y,
aunque el esfuerzo era grande, no era mucho tampoco lo que podíamos ver.
Recuerdo episodios, figuras fugaces, movimientos bruscos y campanazos, pero
nada que le quedara a uno como registro de orden y secuencia de los combates.
Al final, fue muy poco lo que mi padre pudo ver y después, al regreso, las
cosas se volvieron broma y risa. Y eso quizás, hace más importante, mi recuerdo
de esa ocasión.
El cuarto suceso es la llegada de Cáritas.
En una acción que, con toda seguridad, no faltó quien la ubicara como un plan más
del imperialismo, la organización Cáritas -en estos tiempos ha vuelto a ser
noticia- se planteó visitar, difundir y atender necesidades diversas de grupos
poblacionales en situaciones precarias. Nuestro contacto y los de gentes cercanas
a nosotros, tuvieron un sentido fundamentalmente religioso. Mi madre, y toda su
familia, oriunda de San Cristóbal y Capacho, eran extremadamente respetuosas de
la liturgia católica. Las actividades de Cáritas, se habían ubicado relativamente lejos de donde vivíamos y hemos
descrito. Pero en la Venezuela de aquellos tiempos, había una alta dosis de
respeto y civilidad que, aunada a la seguridad, hacia muchas cosas posibles. De
ahí que, ante tamaño e importante evento, familias completas caminaban en
grupos y con las velas del caso, para oír la misa y las predicas de aquellos
religiosos que también atendían a la gente más necesitada. Era un rato de
recogimiento, de fe y de encuentro entre muchas personas desconocidas, en la
mayor parte de los casos. Lo que para algunos tendría importancia política o
interés para las comunidades del caso,
eran para otros actos de fe, de recogimiento y entusiasmo y más aún en nuestro
caso, tratándose de niños. No recuerdo haber escuchado dobles intenciones, ni
manipulaciones, ni directas ni indirectas, en conversaciones de los adultos.
Hoy día, en distintas ocasiones en que he estado en liturgias del caso, no
puedo dejar de recordar aquellas que se vivieron con mucho entusiasmo y significación
para los habitantes de varias zonas.
El quinto suceso es la construcción de
la autopista Cabimas-Lagunillas, que ya señalamos al comienzo de esta nota. La
autopista, inaugurada avanzado el primer lustro de los años sesenta, fue una
obra moderna y novedosa para comunicar tres importantes ciudades de la costa
oriental (Cabimas-Ciudad Ojeda y Lagunillas), pasando por campos petroleros (Tamare,
por ejemplo) y poblados. Duraron tiempo haciéndola, pero digamos que el normal,
llevando a feliz término su finiquito y obviamente dándole mayor dinamismo y
sentido de progreso a toda esta amplia subregión. Era el primer y segundo
gobierno de la democracia, que había sustituido la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Cuando la construían, pasábamos por ella en la bicicleta de mi hermano, montado
como pasajero y observábamos las potentes maquinarias de variado tipo en plena
labor y siempre los adultos nos hablaban de la potencia de todas esas máquinas.
Permitió un mejor fluido de maestros, alumnos, trabajadores diversos,
oficinistas y comerciantes. Y cuando esperábamos transporte, porque mi padre
estaba ocupado, podíamos ver el inclemente sol de la Costa oriental,
serpenteando en los distintos tramos de la autopista. Si bien no hubo los
grandes resultados en áreas complementarias al tráfico, tangibles para niños o
la vida más inmediata, que mi entusiasta progenitor nos había vaticinado para
la zona donde vivíamos, no menos cierto es que a partir de su inauguración todo
cambió en un sentido de modernismo y progreso. No se oía hablar de corrupción,
ni de pérdida de recursos y las obras proyectadas iniciaban su funcionamiento. La
autopista, hay que decirlo, igual que el puente sobre el lago de Maracaibo,
pasó a ser algo respetado, consustanciado con la vida de la zona y marcó un
antes y un después.
Varios de estos sucesos de la zona donde viví esos
años, expresan y resumen un sentido institucional de orden y vida en la
sociedad y la comunidad, con una presencia importante del respeto, la civilidad
y otros valores que norman la vida en una nación. Era una Venezuela que quería
avanzar y donde había ilusiones, esperanzas y posibilidades valiosas.
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