Tomado de https://www.project-syndicate.org
Proteccionismo para
liberales
LONDRES – La repulsión que sienten los liberales hacia la política
mendaz y grosera del presidente estadounidense Donald Trump se extiende a una
rígida defensa de la globalización libremercadista. Consideran los liberales
que el libre comercio de bienes y servicios y el libre movimiento de capital y
mano de obra son inseparables del programa político liberal, así como el
proteccionismo de Trump (resumido en el eslogan “Estados Unidos primero”) es
inseparable de su aberrante programa político.
Pero en esto hay un peligroso malentendido. En realidad, el mayor riesgo
de destrucción del programa político liberal deriva de la hostilidad inflexible
al proteccionismo comercial. El ascenso de las “democracias iliberales” en Occidente es, al
fin y al cabo, resultado directo de las pérdidas (absolutas y relativas)
sufridas por los trabajadores occidentales como consecuencia de la búsqueda de
la globalización a toda costa.
La opinión liberal en estas cuestiones se basa en dos creencias muy
extendidas: que el libre comercio beneficia a todos los participantes (es
decir, que a los países que lo adoptan les va mejor que a los que restringen
las importaciones y limitan el contacto con el resto del mundo) y que la
posibilidad de comerciar bienes y exportar capital libremente es un elemento
constitutivo de la libertad. Los liberales suelen desestimar la poca firmeza
del sustento intelectual e histórico de la primera creencia, así como
desestiman el perjuicio que su compromiso con la segunda creencia causa a la
legitimidad política de los gobiernos.
Los países siempre han comerciado, porque los recursos naturales no
están distribuidos igualmente en todo el mundo. “¿Sería razonable”, se preguntóAdam Smith,
“prohibir la introducción de vinos extranjeros sólo con el fin de fomentar la
producción de clarete o borgoña en suelo escocés?”. Históricamente, el
principal motivo para el comercio internacional ha sido la existencia de
ventajas absolutas, por las que los países compran al extranjero aquello que no
pueden producir o sólo pueden producir a un costo exorbitante.
Pero el argumento científico en favor del libre comercio depende de la
doctrina, mucho más sutil y contraria a la intuición, de las ventajas
comparativas, perteneciente a David Ricardo. Es evidente que ningún país puede
producir carbón si no tiene yacimientos. Pero suponiendo posible la producción
de ciertos bienes pese a alguna desventaja natural (por ejemplo, vino en
Escocia), Ricardo demostró que si los países con desventajas absolutas se
especializan en producir aquello para lo cual están menos en desventaja,
entonces el bienestar total aumenta.
La teoría de las ventajas comparativas extendió en gran medida el
alcance potencial del comercio internacional provechoso, pero también el riesgo
de que las importaciones destruyan producciones locales menos eficientes. Dicha
destrucción se desestimó bajo el supuesto de que el libre comercio llevaría a
una asignación más eficiente de recursos y a un aumento de la productividad (y
con ella, de la tasa de crecimiento) “a largo plazo”.
Pero la historia no termina aquí. Ricardo también creía que la tierra,
el capital y la mano de obra (lo que los economistas llaman “factores de
producción”) estaban indisolublemente unidos a cada país y no podían
trasladarse por el mundo como si fueran mercancías. Escribió:
“La experiencia (…) demuestra que la inseguridad, real o imaginaria, del
capital, cuando no está bajo la inspección inmediata de su poseedor, junto con
la resistencia natural de todo hombre a abandonar el país donde ha nacido y
tiene sus relaciones y a confiarse con todos sus hábitos adquiridos a un
gobierno extraño y a nuevas leyes, contiene la emigración de capitales. Estos
sentimientos, que yo no quisiera ver debilitados, inducen a la mayor parte de
los hombres que tienen capital a contentarse con un tipo inferior de beneficios
en su país antes que buscar un empleo más ventajoso de su riqueza en un país
extranjero.”
Pero conforme el mundo se hizo más seguro, esta barrera prudencial a la
exportación de capital desapareció. En nuestro tiempo, la emigración de capital
llevó a la emigración de puestos de trabajo, conforme la transferencia
tecnológica hizo posible el traslado de producción local al extranjero,
agravando el potencial de pérdida de empleo.
El economista Thomas Palley considera que el traslado de producción al
extranjero es el rasgo distintivo de
la fase actual de la globalización. Dice que es una “economía en barcazas”,
donde las fábricas se van flotando de un país al otro en busca de menores
costos. Se ha creado una infraestructura legal y política para sostener la
producción en el extranjero y la importación de lo producido al país que
exporta capital. Palley considera, con razón, que esta extranjerización es una
política deliberada de las corporaciones multinacionales para debilitar la mano
de obra local y aumentar beneficios.
La capacidad de las empresas para redistribuir puestos de trabajo por el
mundo cambia la naturaleza de la discusión sobre las “ganancias del comercio”.
En realidad, ya no hay “ganancias” garantizadas, ni siquiera en el largo plazo,
para los países que exportan tecnología y puestos de trabajo.
Hacia el final de su vida, Paul Samuelson, decano de los economistas
estadounidenses y coautor del famoso teorema de Stolper-Samuelson sobre el
comercio internacional, admitió que si países como China combinan
la tecnología occidental con menos costo de mano de obra, el comercio
internacional deprimirá los salarios en Occidente. Es verdad que los ciudadanos
occidentales tendrán bienes más baratos, pero ahorrarse un 20% haciendo la
compra en Wal-Mart no compensa necesariamente la pérdida salarial. No es seguro
que al final del túnel del libre comercio haya un cofre lleno de oro. Samuelson
incluso se preguntó si no
habrá cosas por las que se justifica tolerar “un poco de ineficiencia”.
En 2016, The Economistconcedió que entre
“los costos y beneficios a corto plazo” de la globalización hay un “equilibrio
más sutil que el que dan por sentado los manuales”. Entre 1991 y 2013, la
participación de China en la exportación mundial de manufacturas creció del
2,3% al 18,8%; algunas categorías de la producción fabril estadounidense fueron
totalmente desplazadas. Los autores aseveraron que “a la larga” Estados Unidos
saldría ganando, pero tal vez antes de eso pasarían “décadas”, y las ganancias
no se repartirían equitativamente.
Hasta los economistas que admiten las pérdidas derivadas de la
globalización rechazan el proteccionismo como
respuesta. ¿Pero qué alternativa proponen? La solución preferida es hallar el
modo de desacelerar la globalización, para dar a los trabajadores tiempo para
recapacitarse o pasarse a actividades más productivas. Pero esto es poco
consuelo para quienes se ven atrapados en viejas áreas industriales destruidas
o transferidos a empleos poco productivos y mal remunerados.
Está bien que los liberales ejerzan su derecho a atacar la política
trumpista. Pero deberían abstenerse de criticar el proteccionismo trumpista
hasta que tengan algo mejor que ofrecer.
Writing for PS since 2003
142 Commentaries
142 Commentaries
Subscribe
Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political
Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history
and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a
three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in
the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury
affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the
Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999
No hay comentarios.:
Publicar un comentario