«VENEZUELA NO NACIÓ A LA INTEMPERIE»
(DISCURSO DE ORDEN EN LA SESIÓN SOLEMNE DE LA ASAMBLEA
NACIONAL POR EL 207 ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN DE LA INDEPENDENCIA 5 DE
JULIO DEL 2018)
/Edgardo Mondolfi Gudat
Academia Nacional de la Historia
Quisiera dedicar este discurso a la memoria de dos grandes
venezolanos: don Simón Alberto Consalvi y don Humberto Njaim, ambos académicos,
y a quienes les debo inapreciables enseñanzas.
I
Aparte de lo profundamente agradecido que me siento por el
privilegio que se me ha otorgado, debo poner de relieve cuánto me honra, pese a
la hora menguada en que me toca hacerlo, hablar ante una Asamblea Nacional que
ha sido producto de una preferencia electoral auténtica. Aplomo no les ha
faltado, en medio de tantos atolladeros, a los diputados que aquí, en esta
Cámara, continúan haciendo vida; ni tampoco les ha faltado determinación a la
hora de levantar su voz en resuelta actitud de denuncia. Mucho menos se han
visto amilanados a la hora de cumplir con sus tareas como legisladores, pese a
amenazas, desaires o desplantes.
Por si fuera poco el tamaño del compromiso que tengo de
hablarles hoy, desde esta tribuna, me toca la singularidad de hacerlo a partir
de un cambio de escenario. Un cambio dictado, como es sabido por todos, debido
a la circunstancia de que la llamada “Asamblea Nacional Constituyente”
prácticamente se adueñara del Hemiciclo Protocolar de este Palacio Federal
Legislativo. Desde que, en 1936, se celebrara, por primera, vez esta Sesión
Especial con motivo del Aniversario de la Declaración de Independencia, ningún
discurso de cuantos tuvieran lugar a propósito de tal conmemoración dejó de
pronunciarse en el Hemiciclo Protocolar. No hablo, desde luego, de aquellos
casos en que esta ceremonia se vio interrumpida por períodos de facto, donde no
hubo Congreso. Por tanto, se trata de la primera vez que así ocurre. Pero es un
cambio de escenario que no disminuye en nada la dignidad ni la calidad de este
acto. Tal vez, curiosamente, lo favorezca.
Lo digo si se piensa que, después de todo, fue en esta Cámara
donde se libraron, durante buena parte del siglo XX, los grandes debates
históricos que le concernían al país.
II
Innumerables han sido las recomendaciones formuladas con
sensatez por esta Asamblea Nacional, pese a que hayan sido desatendidas.
Innumerables han sido también los empeños por atajar el dudoso carácter legal
que el Tribunal Supremo de Justicia, taquilla de recepción de la mera voluntad
del Ejecutivo, ha pretendido conferirle a muchas decisiones y operaciones
financieras promovidas por el Gobierno. Innumerables y valiosos han sido
también los debates que se han registrado aquí, desde el año 2016, en procura
de elaborar una serie de leyes que, si bien han caído también en oídos sordos,
sirven de importante reserva para el futuro. Para el futuro que nos merecemos y
que llegará.
De hecho, sólo a primera vista, podría pensarse que a esta
Asamblea le ha tocado actuar como aquel griego loco del cual hablara Bolívar,
quien pretendía dirigir desde lo alto de una roca los buques que entraban a
puerto. En realidad, esta Asamblea –y sus decisiones- han sido un auténtico
quebradero de cabeza para quienes han intentado sustituirla mediante un dudoso
y cuestionable artificio.
Aún más, frente a un gobierno que ha construido toda su
política sobre la base de negar la realidad, o que les ha impuesto una dieta de
sangre a sus propios conciudadanos y la dieta del acero a los disidentes, las
denuncias formuladas por esta Asamblea, sus consejos y recomendaciones, no han
obrado como una sombra intrascendente que se proyecte desde lo alto de una
roca. Para prueba está, por ejemplo, cómo esta Asamblea ha sabido ganarse el
oído de un entorno internacional –y, especialmente, regional- revitalizado y
cada vez más sensible al padecimiento de los venezolanos.
Ni qué decir tiene la forma en que esta Asamblea ha
contribuido a recabar evidencias y sustanciar el caso de innumerables
venezolanos detenidos y privados de libertad de manera arbitraria por un
sistema fundado en claros indicios de terrorismo judicial. Ni qué decir cuando
se habla del coraje que ha exhibido esta Asamblea, teniendo en cuenta la forma
en que algunos de sus miembros se han visto forzados a mantenerse fuera del
país o que otros hayan sido desaforados y sometidos a los más oprobiosos
procesos y tratos carcelarios que se conozcan en violación de la investidura
que corresponde al ejercicio de su representación como diputados nacionales.
Quisiera, en tal sentido, saludar a los diputados Gilber Caro y Renzo Prieto,
quienes son precisamente ejemplos de tal coraje.
A fin de cuentas, esta Asamblea no es un Mar Muerto; por
tanto, se me dificulta pensar que haya desperdiciado su tiempo intentando
buscarle salidas al laberinto en el cual nos hallamos trágicamente atrapados.
III
Decía que me tocaba hablar en una hora menguada. Una hora que
el Gobierno ha querido enaltecer como un acto de heroísmo contra la llamada
guerra económica o sustentándose en la muy curiosa filosofía del “vivir
viviendo”. En realidad, partiendo de esa afición del Gobierno por el empleo del
gerundio, pero extremando las cosas hasta el punto de la paradoja y el delirio,
podría afirmarse que la traducción más cabal y tangible de ese eslogan es que
los venezolanos “viven muriendo” a causa de los innumerables desgarres
cotidianos. La atinada forma de describir el drama venezolano con estas
palabras se la debo al valiente historiador José Alberto Olivar.
Hablo de una hora en la cual, cada treinta segundos, se
dispara una ruleta rusa, como ha querido sintetizarlo, en rotunda frase, el
curtido escritor y periodista Ramón Hernández. Una ruleta rusa –agregaría yo-
que, cuando no se dispara en el caso de un hijo de barrio a quien acribillan
para arrebatarle un teléfono celular o un par de zapatos, lo hace en el caso de
quien muere en un hospital por falta de reactivos o de otros insumos básicos.
En otras palabras: hablamos de una ruleta que dispara de forma implacable
contra nuestros mínimos derechos ciudadanos.
Estamos en presencia de un gobierno que ha puesto de moda el
“bachaquerismo” como sustituto de la ética del trabajo, que es precisamente lo
que le da sustento a la experiencia de ser ciudadano. Estamos en presencia de
un gobierno que estimula, a falta de trabajo productivo, que la sociedad bordeé
o sucumba al delito. Estamos en presencia de un gobierno al cual, luego de
anunciar a los cuatro vientos, y de forma reiterada y jactanciosa, una política
de soberanía alimentaria, no le ha quedado otro recurso que depender del
exterior para casi todo cuanto consumimos y que, para colmo, ha sido muchas
veces incapaz de evitar que esa misma comida, de dudosa procedencia e importada
bajo cuestionables condiciones, termine pudriéndose en los muelles.
Insisto: hablamos de una hora menguada, caracterizada por una
aterradora escasez de alimentos o gobernada por la imagen, mucho más aterradora
aún, de quienes deben revolver entre la basura en procura de conseguir un
mínimo e indigno sustento. Todo esto halla soporte, además, en el empeño del
Gobierno por construir –y la sola idea es insólita para quien crea en una
democracia social y de bienestar- dos, tres, diez países distintos dentro de un
mismo país; o, dicho de otro modo, dos, tres o diez categorías distintas de
ciudadanos, desde el que disfruta de acceso a dólares preferenciales hasta el
que debe penar por conseguir un billete de limitada circulación. Todo esto sin
perder de vista tampoco, frente a la captación de renta como única locomotora
capaz de darle piso al Gobierno dentro de su declinante popularidad, la
aparición del nuevo cordón rentístico que significa el llamado Arco Minero del
Orinoco, con todas las pavorosas implicaciones de degradación que quepa
imaginar, tanto en perjuicio de las comunidades que allí habitan como del
delicado balance ecológico de la región amazónica.
Horas menguadas han existido -y muchas- en la historia del
país, y todas de distinto signo y con su particular connotación trágica. En
otras palabras, Venezuela ha vivido más de una vez en el vértigo de una crisis.
Pero quienes me conocen me han escuchado repetir mil veces esta misma
expresión: “la República no se acaba”. No lo digo procurando hallar en ello un
consuelo vano o tonto sino, más bien, para poner de bulto que el país ha sabido
salir de tales crisis y trazarse nuevos derroteros.
Precisamente, la conmemoración que hoy nos congrega tiene por
objeto reafirmar cómo, también en una hora menguada, como lo supuso la crisis
que experimentara el mundo hispánico al dislocarse las instancias de poder de
la Monarquía, la sociedad venezolana no sólo se empeñó en concebir un futuro a
partir de 1811 sino que lo hizo a despecho de las más descomunales
adversidades.
IV
En el afán por construir una épica permanente, algunas voces
del oficialismo han gustado repetir una frase de Bolívar según la cual
Venezuela nació en un campamento.
Por desgracia, y con todo respeto hacia el proponente de la
frase, semejante juicio es discutible a la luz de nuevos –y no tan nuevos-
debates historiográficos. Por desgracia también, en este caso, Bolívar no es el
intérprete más imparcial de esa experiencia puesto que sus propios reveses lo
hicieron desmerecer de todo cuanto significara la actuación del Congreso de
1811 y, en general, de la República que apenas sobreviviría hasta julio del año
siguiente.
Por todos es conocido que la dureza con que Bolívar se
refirió a ese Congreso y a esa República, más todo el pasado inmediato que le
incomodaba a raíz de su actuación en tal contexto, se hizo cargo de generar una
opinión totalmente desfavorable de la experiencia republicana del bienio 11-12,
la cual terminó hallando soporte, además, dentro de una larguísima tradición.
Repito: si alguien quiso cargar contra la breve experiencia
republicana de 1811-1812 (porque, con ella, se fueron también algunas de sus
tempranas desventuras personales) fue Bolívar. Basta revisar su Manifiesto de
Cartagena para apreciar cómo, a su juicio, no había nada digno de encomio ni,
por tanto, nada que mereciera quedar en pie de aquel experimento.
Al desmerecer de ese ensayo de los años 11 y 12, Bolívar puso
distancia frente a varias cosas a la vez. Puso distancia, por ejemplo, frente a
las voces que clamaban por las legítimas aspiraciones del país de tierra
adentro, tal como quedó expresado en los debates del Congreso Constituyente en
procura de edificar un sistema legítimamente federal que estuviese a salvo de
lo que los propios diputados llamaran el riesgo de la usurpación y del
despotismo por parte de la Provincia de Caracas dado el descomunal tamaño de su
territorio y el peso de su representación (valga recordar que Caracas, por sí
sola, tenía 24 de los 44 diputados presentes en el Congreso del año 11).
Si hubo algo más ante lo cual Bolívar tomó distancia, con
base en su lapidaria condena, fue del rico debate planteado por los diputados
de 1811 en torno a una variedad de temas caros al firmamento republicano y a
los cuales tildó de divagaciones a cargo de “filósofos” (“Tuvimos filósofos por
legisladores”, dirá Bolívar literalmente).También tomó distancia, al menos por
un tiempo (aunque luego volviera sobre sus pasos una vez más), frente a las
virtudes de la alternabilidad que de tanto empeño requirió para que tal
principio le sirviera de sustento a los acuerdos del año 11.
De modo que Bolívar tuvo sus razones para desmerecer de la
experiencia de los años 1811 y 1812; y fue por ello también que, en algún
momento, dejó estampada la frase según la cual “Venezuela nació en un
campamento”. Pero quede claro lo siguiente: una cosa es lo que haya dicho
Bolívar y, otra, muy distinta, la manera interesada con que ha querido
emplearse la frase en cuestión, bien a los efectos de querer darle realce a la
épica frente a lo cotidiano o, bien - lo cual, dentro de su intencionalidad, es
mucho más delicado-, con el objeto de conferirle un carácter militar al origen
de la República.
Porque lo cierto del caso, más allá de esta frase y de su
efectividad como afilada arma propagandística, es que Venezuela no nació entre
los rescoldos de una fogata ni fue engendrada a orillas de un campamento
armado. La República no nació a la intemperie ni con la vocación de ser
provisoria.
En realidad, la Venezuela que nació en 1811 lo hizo entre las
paredes del civilismo. De hecho, como lo sostiene el politólogo Luis Alberto
Buttó, la Declaración de Independencia que celebramos hoy, y la consecuente creación
de la República prevaleciente hasta nuestra contemporaneidad fue, por donde se
le mire, un proceso gestado en y desarrollado por el mundo civil. Aún más, la
biografía de la mayoría de los firmantes de aquel documento matriz de nuestro
origen autónomo, política y administrativamente hablando, pone de relieve su
pertenencia al ámbito civil. En este sentido –y cabe subrayarlo- el aspecto
militar de la independencia constituye un fenómeno histórico concreto y bien
diferenciado y, como tal, debe ser atendido.
Existen, de paso, otros datos que merecen traerse a colación
con el fin de valorar la catadura civil de ese primer Constituyente venezolano:
de sus 44 diputados, el 65% había pasado por las aulas universitarias,
instruidos casi todos como juristas, canonistas o abogados. Dentro de ese 65%,
diez de ellos habían ejercido cátedras en la Universidad de Caracas, en el Real
Colegio de Mérida o en la Escuela de Latinidad de Cumaná. Esto quiere decir
que, en orden de importancia numérica, seguían de lejos aquellos otros
diputados provenientes del mundo de las milicias regladas.
Dos cosas más podrían agregarse y que, incluso, van más allá
de la catadura civil de la mayoría de sus integrantes. Me refiero al hecho de
que, por un lado, ese Congreso constituyera –como lo calificara la Gaceta de
Caracas- “las primeras Cortes que ha visto la América”, es decir, la primera
representación plural convocada a tal efecto en la América española. Lo
segundo, es que las elecciones de 1810 –me refiero a las elecciones que se efectuaron
para conformar dicha asamblea- fueron las primeras elecciones para diputados
celebradas en la América del Sur, todo ello con arreglo al reglamento que fuese
redactado a tal fin por Juan Germán Roscio.
Aquí y hoy, 207 años más tarde, no conmemoramos que ese
Congreso se haya instalado el 2 de marzo de 1811 haciendo que sus miembros
prestasen juramento de defender, frente al Evangelio, los derechos de Fernando
VII. (No en vano –y resulta preciso recordarlo- ese cuerpo se erigió bajo el
nombre de “Congreso Conservador de los derechos de Fernando VII”).
Conmemoramos más bien el acto de ruptura absoluta con la
Regencia española ocurrido casi cinco meses más tarde y, todo ello, por razones
que resultaría muy largo detallar desde esta tribuna.
Baste decir, a los efectos de lo que aquí interesa destacar,
que muchas mudanzas operaron en el ánimo de aquellos diputados que se vieron
llevados a adoptar tamaña declaración, todo lo cual está fielmente recogido en
las actas que se conservan de las semanas –e incluso meses- previos al 5 de
julio de 1811. El dato por sí solo es revelador: a la declaración que expresara
la ruptura total con el antiguo pacto de vasallaje no se arribó por obra de una
reacción intempestiva sino que siguió el derrotero de una decisión razonada,
producto de la deliberación intelectual de ese Congreso Constituyente.
Por tanto, cabe subrayar lo siguiente: esos diputados
hicieron mucho más por salvar la distancia que mediaba entre la teoría y la
realidad de lo que permite suponerlo el crédito que les confiriera Bolívar. Así
lo testifica la riqueza de los debates librados al interior del Congreso de
1811, tal como queda reflejado en sus actas.
Hablemos, por caso, de los planteamientos federalistas
registrados durante tales debates. Quienes luego criticaron a ese Congreso
sostendrán que se consultó en exceso el arreglo federal de los Estados Unidos y
que, en este sentido, no se trató más que de una pueril imitación de tal
experiencia. Eso no es tan cierto; se consultó también –y mucho- para tal fin
la tradición hispánica, cuyo núcleo esencial era el Municipio.
Algo, sin embargo, quedó de tales rescoldos; a fin de
cuentas, ese anhelado sentimiento federal, ese respeto por los fueros
provinciales, esas aspiraciones regionales de autonomía, será de las muchas
cosas que intentarán revitalizarse más tarde, en distintas oportunidades, hasta
alcanzar, sin duda, su punto culminante al darse la transferencia de
competencias a los estados en el marco de las reformas promovidas, en la década
de 1980, por la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE), es decir –tal y
como claramente puede apreciarse- , un buen tramo después de haberse iniciado
nuestra andadura republicana.
Por cierto, cabe hablar aquí, en breve aparte, de quien fuera
su estratega más singular, el historiador y ex Presidente de la República,
Ramón J. Velásquez, quien sólo por ello merece nuestro más obligado recuerdo.
Velásquez se esmeró en impulsar tales reformas en el contexto
de una democracia que no tenía vocación por el suicidio sino la voluntad de
autocorregirse, todo ello pese a las voces agoreras que clamaban por una
solución salvífica y con la temperatura de la anti-política ardiendo a más de
100 grados centígrados en todo el territorio nacional.
De cualquier modo, y para concluir con esta pequeña
digresión, sobra decir cuán penosamente hemos desandado el camino de esa sana
conquista, vaciando de potestades y presupuestos a las regiones, y decretando
la reversión de competencias al Gobierno central.
Volviendo de nuevo al tema que nos convoca, no puedo hablar
del Congreso de 1811 sin verme ante la tentación de decir algo acerca de
Francisco de Miranda, así sea brevemente y, desde luego, sin demeritar de la
actuación de muchos de sus pares. Hablamos de quien sería electo diputado por
el distrito de El Pao y, para más señas, quien fuera escogido muy a última hora
para ejercer dicha representación. Ignoro si, aparte de estos dos datos, ronde
alguna otra ironía capaz de hincar sus dientes con tanta saña si tomamos en
cuenta la amplia trayectoria que Miranda ya traía a sus espaldas.
Ahora bien, si Miranda fue jacobino, lo fue sólo en el
sentido de que era republicano. De resto, Miranda no tenía mucho –por no decir
nada- de jacobinismo. Detestaba el terror como instrumento político. Y tampoco
concibió que el camino al poder debía construirse sobre la sangre de sus
conciudadanos. De hecho, Miranda vio con mucho recelo lo que significaba
someter por medio de los mecanismos de la violencia a aquellas provincias y
distritos que no se habían visto conformes con el desconocimiento de la
Regencia española, a la cual pretendían permanecer apegados, o con lo actuado
por el Congreso Federal a partir de 1811.
Algo dije ya al respecto al referirme al tema de los fueros
provinciales; pero precisa tener claro el punto: el primer Congreso General de
Venezuela, que se instaló humildemente en la casa del Conde de San Javier,
actuó dentro de una serie de restricciones, limitaciones y prejuicios que sólo
serían resueltos en el futuro y, en algunos casos, luego de un futuro muy largo
si pensamos en lo que presupuso, por ejemplo, la ampliación de la franquicia
electoral, objetivo que sólo sería plenamente satisfecho a partir de 1946. Lo
importante es que, de ese Congreso, salió el gobierno republicano –el que aún
nos rige-, bien que temas como la pervivencia de una religión oficial, un
régimen de sufragio excesivamente limitado, el soslayo casi absoluto de la
cuestión económica, el régimen de tierras, el régimen de esclavitud o la
igualdad de los pardos, quedasen librados –como se ha dicho- a fin de ser
resueltos en el futuro.
En todo caso perviven, aunque no en su totalidad, las Actas
del Congreso del año 11, las cuales sirven todavía como riquísima fuente para
la comprensión de las complejidades que entrañara ese proceso. Allí, entre esos
papeles (editados en dos oportunidades por la Academia Nacional de la Historia,
en 1959 y en fecha tan reciente como el 2011, con un estudio introductorio a
cargo de la académica Carole Leal) están las pistas relativas al quehacer, los
debates y las concepciones encontradas que se suscitaron en torno a numerosos
temas. De igual modo, de esas actas se desprende la certeza y la voz firme con
que hablaron muchos de los diputados; pero también, de esas actas, quedan en
evidencia las inquietudes y los temores, puesto que ninguno de ellos se sentía
ajeno a los peligros de lo que se estaba actuando ni al dramático trance que
entrañaba semejante rebelión.
Su lectura demuestra, además, que no se trató de un acto -el
de la ruptura- que dejara de plantearse con dudas y dolores ante las
resistencias que, como ya se ha dicho, exhibían las provincias desafectas a ese
Congreso. Existe, por cierto, en tal sentido, un detalle conmovedor que se
trasluce de las actas y que habla precisamente del clima de violencia que ya
venía prefigurando el enfrentamiento con esos otros venezolanos que, por sus
propias razones, se mantenían fieles a la Regencia española.
El detalle en cuestión tiene que ver con el diputado Gabriel
de Ponte, a quien una herida de guerra lo había inhabilitado para firmar el
Acta de Declaración de Independencia. Se trata apenas de una acotación técnica
del secretario y corre así: “Por haber quedado impedido de firmar a causa de la
herida que recibió en la jornada de Valencia, el señor Ponte no pudo hacerlo al
pasar al libro la presente acta”.
Por cierto, vale decir algo respecto a tal fuente puesto que
el Libro de Actas que se conserva en el Salón Elíptico de este Palacio Federal
Legislativo, y que forma parte central de esta conmemoración, estuvo extraviado
durante casi un siglo, hasta 1907. Sobrevivió, aunque incompleto, por obra de
una circunstancia fortuita. El importante hallazgo ocurrió en Valencia, dada la
circunstancia de que los poderes públicos debieron trasladarse a esa ciudad,
decretada Capital Federal a inicios de 1812, en momentos en los cuales la
República ya se hallaba haciendo aguas por varios costados.
Son, en todo caso, los documentos comprobatorios de esa
actividad legislativa, si bien sólo apenas algunos de los cuadernos lograron
ser recuperados. Pese a que, entre otras cosas, esté ausente de allí el
juramento tributado a Fernando VII (cuando el Congreso fue instalado en marzo)
y, aún más, pese a que los discursos de los diputados en ocasiones no sean más
que escuetos resúmenes redactados por el secretario, es mucho lo que esas actas
son capaces de revelar aún en cuanto a la riqueza de pormenores.
Del total de sesiones están disponibles 268 actas; pero
existe otra cosa que merece destacarse. Aun cuando la pérdida de cierto número
de actas dejara un vacío, algunos de tales vacíos han podido subsanarse gracias
al hecho de que la prensa de la época –especialmente el Publicista de Venezuela,
órgano informativo del Congreso- reprodujo buena parte de las sesiones,
discusiones, decretos, leyes, declaraciones y oficios emanados del primer
Constituyente. Si nacimos entre y como civiles, también vale acotar que nacimos
gracias a la prensa.
No exagero al decir que, para las fechas próximas al 5 de
julio de 1811, la prensa habría de ser esencial a la actuación de los
diputados. Sorprende, por su extensión, la lista de periódicos, hojas sueltas y
folletos que circularon durante aquellos días, muchos de los cuales aún se
conservan. Más sorprendente aún resulta reparar en la estrategia orientadora y
el soporte que aquellos órganos publicitarios fueron capaces de brindarle a la
decisión tomada por los diputados, de forma casi unánime, a favor de la Independencia
absoluta.
Por tanto, a partir de julio de ese año 11, nacimos libres;
nacimos civiles; dejamos de ser vasallos para nacer como ciudadanos; nacimos
con prensa: todo ese sedimento aún pervive en nosotros.
Se trató desde luego, y como no podía ser de otro modo, de
una República que inició su andadura en medio de terribles dificultades, dudas
y contradicciones. Esa hora fundacional fue todo menos una Arcadia: se arrancó
con tropiezos y, quizá, los peores tropiezos de todos fueran consecuencia de la
guerra que comenzaba a hacerse sentir no muy lejos del vecindario de Caracas.
Pero otros tropiezos se dieron por efecto de excesos indebidos, producto muchos
ellos de la novedad de la hora.
Con todo y errores, con todo e impericias, con todo y la
necesidad de navegar a tientas frente a temas casi intratables, fue el Congreso
General de 1811 el que concibió la República como la única forma posible para
la convivencia en libertad dentro del sentido moderno que aún puede
conferírsele al término. Su importancia radica, para decirlo en palabras de
Luis Castro Leiva, y citadas por Carole Leal, en el hecho de haber sido ése
nuestro proceso de legitimación fundamental.
V
Hablo, como ya lo dije, en una hora menguada, una hora
pavorosa, una hora llena de rabia, decepción y tristeza. Qué duda cabe de ello:
basta con echarle una mirada a nuestros entornos más cotidianos para
comprobarlo. Pero, a partir de tales sentimientos –rabia, tristeza, decepción-,
también me cabe decir una cosa: me resisto a creer que nos veamos desprovistos
de futuro. Aún más: me niego a creer que nuestro futuro siga siendo
administrado por la desesperanza o que continúe sirviéndole de domicilio a la
barbarie.
Hablo como escritor. Hablo como quien cree en la práctica
cabal del civismo; hablo como quien lo hace a favor del derecho de poder
ejercer, sin cortapisas, todo cuanto implica la seria esfera de compromiso y
responsabilidad que supone ser ciudadano.
Hablo como adversario frontal de la idea de que sigamos
viéndonos supeditados al ánimo con que este régimen ha querido apartar de su
vista –como si tal cosa no existiera- una oposición activa, tenaz y voluminosa,
confundida o desorientada a ratos, pero dispuesta a seguir actuando pese a los
desparpajos y artilugios con que pretende pervertirse la conciencia democrática
del venezolano, pese al empeño por limitar sus posibilidades de participación y
pese al afán, gracias al arsenal disuasivo con que se cuenta desde el poder, de
torcer su voluntad electoral.
Por suerte, nos asisten en este sentido profundos sedimentos;
por suerte, en este sentido, logramos construir, durante muchos años, un
reservorio de pedagogía democrática y de gimnasia ciudadana. Ése, y no otro, ha
sido el más formidable escollo con que han tropezado quienes, hoy por hoy,
ejercen la des- gerencia del poder.
A propósito de esto último, cabe decir otra cosa que también
hace que hablar del Congreso de 1811 no pierda lo sustantivo y cobre
pertinencia en los tiempos que corren. De ese mismo Congreso salió nuestra
primera Constitución, sancionada en diciembre de 1811. Pues bien, ya que
hablamos en esta hora menguada, y a propósito de los desafíos que aún debemos
sortear, estemos atentos a lo siguiente: la Constitución de 1999, no muy
diferente de cualquier constitución inscrita dentro de la tradición democrática
y social-liberal, es la que nos rige a todos.
En tal sentido, la arbitrariedad consumada puede hacer que,
más temprano que tarde –y quizá, incluso, muy pronto-, se nos pretenda imponer
una Constitución sustituta. Si tal es el caso, aceptemos con todo coraje el
desafío, a partir de nuestro más aguerrido espíritu ciudadano y democrático,
para exigir, desde todos los espacios en los cuales actuamos, que cualquier
alternativa fraguada a la medida y capricho de quienes detentan el poder sea
obligatoria y popularmente refrendada, haciendo bueno para ello el derecho que
nos asiste conforme a nuestra legalidad constitucional.
Tengo fe en el porvenir. Lo tengo sobre la base de que, lo
que sobrevive del elenco dirigente –los mismos que se reciclan a cada tanto
entre gobernaciones y gabinetes ministeriales- son sus elementos
estructuralmente no democráticos. Tengo fe en el porvenir porque existe afuera,
en la calle, un país que alguna vez apoyó el proyecto iniciado en 1998, pero
que apenas puede respirar esperando respuestas, sometido a idénticas
vejaciones.
Me niego a creer que nuestro futuro sea el país de hoy en el
cual todo se revende, donde todo se recicla, donde todo se permuta o donde poco
–o casi nada- se produce. Me sublevo ante la impostura según la cual existen
los imperialismos malos y los imperialismos buenos, siendo el caso que estos
últimos tienden a estimular, en lo que a este régimen se refiere, una abyecta
dependencia armamentista o -cuando no- que, sobre la base de leoninas
operaciones de crédito, se multiplique la salvaje tendencia de endeudar al país
hasta los tuétanos. Ni qué decir tiene la política petrolera: ni siquiera el
taciturno régimen de Juan Vicente Gómez fue, en sus mejores momentos, tan
complaciente y entreguista en esa materia.
Por si acaso quedase lugar a las dudas, no creo que exista
quien, al menos sensatamente hablando, apueste a construir un futuro poniendo
en práctica, a tales efectos, alguna clase de ánimo restaurador. Al menos no
seré yo quien vaya a decir algo similar a lo que exclamara en 1812 el
Comisionado de la Regencia, Pedro de Urquinaona y Pardo. Justamente, al alabar
el pasado inmediato, Urquinaona afirmaba que, a la vista de los sobresaltos
ocurridos con motivo de la ruptura proclamada por el Congreso en 1811, los
vecinos suspiraban “por la antigua y conocida forma de gobierno en que nunca se
habían experimentado (tales) vejaciones”.
Pero tampoco seré yo quien venga a escamotear los logros
–pese a sus limitaciones, falencias, contradicciones o expectativas fallidas-
que arrojó ese pasado que nos permitió construir, durante más de medio siglo,
una tradición liberal-democrática y, especialmente, alternativa, sobre la cual
se sustenta precisamente ese reservorio de ciudadanía que le sirve de obstáculo
a la intrepidez con que este régimen ha querido apuntalar sus pretensiones
vitalicias y hereditarias.
En este sentido quisiera rescatar algo que escribiera
recientemente el académico Diego Bautista Urbaneja. Sostiene Urbaneja que, con
frecuencia, el discurso más crítico durante estos últimos años ha tendido a
calificar lo actuado como si se tratara de “una pesadilla”. El problema, como
se hace cargo de aclararlo él mismo, es que esta etapa de nuestra experiencia
no puede dejarse atrás como si se tratara de una simple pesadilla. Lo único
bondadoso de una pesadilla es que, cuando despertamos de ella, caemos en la
aliviadora cuenta de que jamás aconteció. Tal no es el caso. No se puede actuar
como si nada hubiese ocurrido.
Estos años han dejado un saldo de expectativas o de nuevos
componentes en la cultura social y política de la sociedad que no pueden
simplemente dejarse de lado sin correr el riesgo, como termina observándolo
Urbaneja, de echar por la borda cosas que podrían conservarse como parte del
acervo de la sociedad y, sin de paso, pagar un costo altísimo en la viabilidad
de lo que quisiéramos que fuese nuestro futuro.
Por otra parte, si la noticia diaria es, sin duda, la
dolorosa diáspora que se registra como una imparable hemorragia de talento y
capital humano, también es cierto que, desde adentro –y también, desde el
exterior-, hay muchos venezolanos que se hallan en estos momentos pensando al
país y ofreciendo guías para el porvenir.
De ello, por ejemplo, y pese al terrible asedio al cual se
han visto sometidas, dan buena cuenta nuestras universidades nacionales –tanto
públicas como privadas-, afanosas como se han visto en la tarea de confeccionar
alternativas y propuestas de futuro, a través de muy acreditados, respetables e
intelectualmente solventes centros de estudios y observatorios de todo género,
capaces de cubrir las más diversas áreas dentro del ámbito de las políticas
públicas. Y todas, por igual, lo han hecho regidas por un mismo propósito:
practicando el difícil arte de pensar, en este caso, acerca de lo que significa
la reconstrucción y re-direccionamiento del país, según y cuáles –y cuán
profundas y complejas- sean las tareas de reingeniería requeridas en cada
parcela.
VI
El porvenir, como todo porvenir, está hecho de atajos y
sorpresas. Nadie disfruta de la virtud de la futurología, más allá de lo que
puedan revelar los horóscopos y las cartas astrales. El historiador, menos que
nadie, está adiestrado para leer la elusiva bola de cristal. Pero, entre esas
sorpresas, no tiene por qué estar ausente el reloj de la alternancia, principio
tan caramente defendido por nuestros constituyentes de 1811 y por cuantos les
siguieron dentro de nuestro abultado elenco de civilistas, muchas de cuyas
actuaciones se han visto relegadas por una espesa y engañosa mitología
militarista.
Otras sociedades, y no mucho más aventajadas que la nuestra,
se han recuperado de oscuridades similares: se han recuperado del crimen, o de
la crisis económica, o del agavillamiento desde el poder, o de la crisis por
falta de consensos. O de todas, o de casi todas, estas dolencias a la vez.
Ciertamente, hablo en una hora menguada, la de hoy; pero no
necesariamente lo hago pensando en un futuro en el cual, en cambio, podamos
hallar la forma de recobrar la serenidad y nuestro histórico sentido de
convivencia ciudadana. Es por ello que hablo también en una hora necesaria para
darle sostenibilidad al proyecto republicano.
De modo que, si de algo han valido estas palabras finales, ha
sido para subrayar que el porvenir que nos aguarda no tiene por qué ser un
porvenir de punto y seguido.
Al contrario: creo firmemente en un porvenir hecho de punto y
aparte porque, de tales porvenires, está repleta la historia venezolana.
Muchas gracias.
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