PEQUEÑAS DESTREZAS DE MI PADRE O DE COMO SE CONVIRTIÓ EN UN FILÓSOFO DE
LAS PEQUEÑAS COSAS
EDUARDO ORTIZ RAMIREZ
A Eduardo Abel, quien cuando murió Publio dijo:
“…siempre recordaremos
al abuelo como un hombre de buen humor”
Pueblos alejados de todo modernismo,
en esos lugares del norte del estado falcón en el año 1918, vieron nacer y
posteriormente deambular a Publio mi padre y Roberto su hermano siguiente. Al
menor de los varones, Pedro, lo mató un rayo; las hembras fueron tres, una de
ellas, Justa, era la mayor y tuvo siempre un vínculo muy fuerte con mi padre y
se autodenominada mi segunda madre, pues había atendido a mi madre verdadera en
el parto pues tropelías de Publio le impidieron llegar a tiempo para llevarla a
la clínica; hace ya un siglo pues, nació mi padre. Roberto, su hermano, llegó a
ser una figura mítica y de leyenda por esos lugares, dadas sus habilidades y
destrezas para montar caballos, mulas y cualquier bestia como gustaba decir,
aunque también llegó a trabajar en las petroleras donde se distinguía por su
arrojo y temeridad. Publio, siempre tuvo tendencia a ser más urbano e impetuoso
con el comercio. En su historial puede decirse fue propietario de comercios de electrodomésticos,
sastrerías, gerenció una panadería donde se fabricaba pan andino en el Zulia, manejó
taxis, vendió y distribuyó repuestos al por mayor en largos e inolvidables viajes a través de zonas del
país, tuvo una bodega ya en Caracas con expendio de licores legalizado y
productos de todo tipo o también se desempeñó como vendedor y distribuidor de
pan al por mayor ya en Lara.
Antes de migrar para la Cabimas
petrolera asimiló mucho la cultura, las costumbres, incluso la narrativa oral
como diría un especialista, pero también personajes y leyendas de todos esos pueblos y -más aún- del que sería su
punto de arranque hacia el Zulia: Mene de Mauroa; allí continúan familiares suyos
y míos en actividades y crianza de ganado y caballos. Siempre recuerdo el
respeto tácito que tenía Publio, por ejemplo, por Jesús Farías, como viejo
luchador de aquellos proyectos vinculados a las ideas de izquierda y dentro de
esos contextos y temporalidad. También, las continuas narrativas de él y su
madre, mi abuela Ana, sobre las
actividades y propiedades de hermanos de ella.
Inventar requiere habilidad y
destreza[1]
misma, se construyen rutinas y se abren nuevos caminos o alternativas. Se
inventa, se crea. En mi grupo familiar de origen se lo observé a mi padre y al mayor de mis hermanos llamado igual. Dentro de las habilidades
de inventar pequeñas cosas que tuvo mi padre, hubo una que me sorprende cada
vez que la recuerdo a pesar de haber sido un fracaso. En aquellos lugares de
origen que mencionamos, existe un fruto llamado lefaria y que es cercano a otro que llamaban dato y, los dos, pueden percibirse más fácilmente si los ubicamos
como frutos de algún tipo de cactus o tuna. El primero de ellos es de color
verde claro y el segundo rojizo; ambos tienen en su centro una especie de pasta
gelatinosa con muchas pepitas negras y todo ello tiene un sabor dulzón,
digamos que término medio. Es muy comido por humanos y por aves. El cactus,
como saben quiénes se le hayan acercado es espinoso y las lefarias no siempre
están al alcance de la mano.
Publio debe haber pensado durante
mucho tiempo el invento que iba a crear, pues fue solo promediando los cuarenta
años, cuando se dio el invento del caso. Vivíamos en la Cabimas petrolera
comenzando los años sesenta y mandó a hacer -imagino que con un herrero- una
especie de flor abierta conectada a un tubo largo. La idea obviamente era la de
que en la especie de flor abierta alargada entraría el fruto de apetencia desde
niño y él, al girar la pieza, pudiera desprenderla del cactus. Un día, decidió
probar el instrumento, invitando una tarde a los tres hermanos varones (mis dos
hermanos y yo) y a un primo, a una especie de bosque de tunas de esos que hay en
las zonas falconianas/zulianas. Llegamos allí en su camioneta, con mucha
emoción y curiosidad; en mi caso, un niño de cinco años y todos los demás
mayores que yo. La valentía y el entusiasmo no podían ser mayores y nos
adentramos en el bosque. Cuando ya había comenzado el intento de desprender las
lefarias apareció un enjambre insectos voladores, como pequeñas avispas, abejas o abejorros y
empezaron a picarnos, siguiéndonos hasta la camioneta. Nos encerramos vidrios
arriba, veíamos los insectos que revoloteaban afuera y nosotros empezamos a
reírnos. El trayecto de regreso lo recuerdo muy gracioso, porque fue repetir y
repetir el incidente, reírnos y descargar nuestro susto. Más nunca se volvió a
hablar del instrumento, ni de intentar nuevamente nada al respecto, pero tampoco
del incidente.
Publio, de inspiración comerciante
como dijimos, presentó ejecutorias exitosas en la Cabimas petrolera. Tuvo
numerosos amigos “turcos” (así se le llamó durante tiempo en Venezuela a todo
aquel que viniera de Turquía, Siria y otros países cercanos) y con ellos
aprendió mucho, aunque quizás no todo lo que tan acendrado tienen habitantes de
tales lugares en cuanto al comedimiento y la frugalidad. Alcanzó éxito y -en
pocos años- tenía activos importantes y en variados ramos –tal cual señalamos-
aunque su perdurabilidad en el tiempo presentó ciertos altibajos y, en uno de
ellos, nos fuimos a vivir a Ciudad Ojeda -o más específicamente a una zona en
su periferia-. Esta zona y ciudad Ojeda eran bonitas, tranquilas y ordenadas.
En la casa que construyó y remodeló
allí, tuvo oportunidad de crear o inventar un pequeño y útil puente que, aunque
parezca sencillo, fue altamente útil. Trata de que al lado de nuestra casa había
una especie de canal natural, o creado por algunos en otro momento. Este
pequeño canal, que generalmente no estuvo sucio ni oloroso a aguas estancadas,
eran la comunicación con el lago de Maracaibo, que no se veía por la separación
que imponía un impenetrable y alto manglar. El asunto era que para salir a la
calle o dábamos una gran vuelta o necesitábamos atravesar el pequeño canal y
Publio gestionó, de su propia inspiración, la construcción del pequeño puente
de madera que seguía a los arreglos en la cerca para poderlo usar. Se volvió
consustancial al canal mismo. Los materiales que se usaron y la estructura que
se le dio lo hicieron eterno, para el tiempo de unos años que vivimos allí.
Un área donde Publio demostró muchas destrezas,
fue la de las labores para el hogar.
Dentro de estas puede uno destacar la actividad de amolar cuchillos, por la
cual tenía una particular predilección. Dada la condición intermedia -de las
ciudades en las zonas mencionadas- entre lo urbano y lo rural, que conservaban
incluso Cabimas o Ciudad Ojeda, era costumbre tener machetes, escardillas, rastrillos
y múltiples herramientas y –correspondientemente- era muy frecuente tener que
amolar navajas, cuchillos o machetes. Nos llevó para ello, a buscar una gran
piedra que servía para amolar cuchillos; era arenosa y de color amarillo suave
y le guardaba un gran aprecio a la misma. Pero podría tratarse también de hacer
raspados en la casa, para lo cual consiguió y cuidaba con sumo interés el aparato
manual que había comprado para ello. Una gran emoción para nosotros era observar
a Publio hacer raspados -o cepillados como eran y son llamados en el Zulia-.
Pero también había labores de más envergadura como las relacionadas con
trabajos en madera. Para estos, Publio tenía el cepillo o herramienta que se
usa para rebajar la madera, pero también el taladro manual de aquellos tiempos,
que permitía perforar la madera. Hacía diversos trabajos en la madera en sus
tiempos libres o en algún tipo de necesidad especifica que hubiese en la casa.
A los años me puse solo a hacer un trabajo, que imitaba los suyos de soluciones
a muebles y utensilios. Me dijo: “…me parece muy bien te estimules a hacer esas
cosas, pero has debido tomar la distancia entre tales y cuales piezas”.
De todas esas herramientas que usaba
guardo algunas, como puede ser el caso de un cincel que le era de mucha
utilidad. Se trata de una herramienta que golpeada con un martillo puede
perforar, partir o rebajar otros materiales. Parece eterno e indestructible,
debe haberlo comprado hace unos sesenta años o más. A veces se piensa que lo
material no tiene más importancia que lo intrínseco a sí mismo o también que
las cosas se dejan al tener uno que trasladarse, pero muchas veces reflejan el
cariño, la constancia, apego y dedicación por muchas actividades vividas en los
grupos humanos y en la familia.
Así transcurrió la vida de Publio,
siendo para nosotros un muy buen padre y trasladándose de una actividad a otra,
pues fue de esas generaciones que no conciben la vida sin estar desarrollando
cosas y trabajos con dedicación. En cuanto a carros, tuvo muchos, pero oí una vez
a mi madre decir: “Publio tiene 40 años teniendo carros, pero solo sabe
medirles el aceite”. Aunque no fue uno de sus puntos fuertes, realmente no concebía
la vida sin un vehículo, fuese carro sedan, camioneta, cava de trabajo u otros.
Y también se sentía muy orgulloso de su título de manejar que le fue otorgado a
finales de los años cuarenta y el cual
conservo.
Al final de su vida de casi 90 años o
en sus últimas décadas, lo vi filosofar sobre cosas diarias o pequeñas y que me
comunicaba como un descubrimiento, a pesar de su larga existencia y las múltiples
experiencias que tuvo y anduvo. En alguna ocasión, él, que venía de zonas donde
incluso podían todavía encontrarse animales salvajes, llamativos, peligroso o
en masa, me habló sobre lo llamativo que le parecían las hormigas y su organización para hacer el trabajo; la vejez y el
tiempo le permitieron observarlas detenidamente y resaltarme -cual entomólogo-
sus virtudes y fuerzas.
En otra ocasión me conversó sobre las
virtudes y facilidades que brindaba la parchita
o fruta de la pasión. Realmente, de niño, no recuerdo se consumiera en mi
casa y tal vez eso influiría en su comentario de la vejez. Me dijo: “…la
parchita es una fruta realmente muy buena, además de sabrosa es práctica, pues
la puedes partir y comértela cómodamente con una cucharita, además de que tiene
muchas cualidades nutritivas”.
También, en sus años avanzados
descubrió el arte de cocinar. Como
la mayoría de los hombres de esos tiempos, se dedicaba a su trabajo y la mujer
a las labores de la casa. Asimismo, por el contexto, le gustaba mucho disfrutar
de buenas comidas en restaurantes. Tengo así de él buenos recuerdos de
experiencias, comentarios y casos de comidas. En una ocasión almorzando él y yo
en un lugar de los Andes, de manera solemne, me dijo: “…así como ese hombre era
mi padre”. Había pasado un hombre bien vestido, con su pantalón, camisa, otros
asuntos y un sombrero; era un hombre alto, blanco, delgado, nariz entre
perfilada y aguileña. Se trataba de mi abuelo Pedro, a quien no conocí y que
había muerto de paludismo, en un fundo, por allá en los años treinta; y el cual
todavía forma parte de las propiedades de familiares de su hermano Roberto ya
nombrado. En el arte de cocinar no tuvo mayores desarrollos, pero sí avanzó en
cuanto a lo que había sido su desconocimiento de ello según indicamos. Carnes ,
pescados, empezó a descubrirlos y un día me habló de lo fácil que era hacer
arroz, poniendo tanto de arroz, agua, condimentos, sal, vigilarlo; en fin, algo nuevo para él.
Así fue Publio en sus últimos años,
un filósofo de las pequeñas cosas. Dejó tras de sí una mujer con la que vivió más
de 50 años (mi madre, Guillermina, cuya madre al parecer era prima de Cipriano Castro),
cuatro hijos y varios nietos. Trabajó hasta los últimos años y todos los días
se levantaba, se arreglaba, peinaba y se presentaba para la nueva jornada;
pocas veces se le oyó quejarse y generalmente decía estaba bien. Un familiar de
mi aprecio me dijo al decirle adiós en su vida terrenal: “…de los hombres que
he conocido, Publio es el que he visto trabajar más”.
10
de diciembre 2018.
@eortizramirez
eortizramire@gmail.com.
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