Publicado en elpais.com
El consumo de animales es un lujo
reciente para la humanidad. Tal vez la alerta de la OMS marque el principio del
fin de esta época
MARTÍN CAPARRÓS 31 OCT
2015 - 20:00 CET
La carne se ha vuelto, de pronto,
todavía más débil. Ya la atacaban desde varios flancos y ahora,
de pronto, el golpe artero: que produce cáncer. Lo sabemos, tratamos de
ignorarlo: vivir produce mucho cáncer y estas vidas del siglo XXI producen,
sobre todo, paranoicos, ciudadanos tan satisfechos de esas vidas, tan aburridos
de esas vidas que viven para conservarlas. Para eso se atrincheran en sí mismos
—porque todo lo que viene de fuera puede ser peligroso: humos, sales, azúcares,
hidratos, grasas, drogas varias, cuerpos extraños o incluso conocidos—. Y
ahora, faltaba más, la carne cancerera.
Dicen
que, en el principio, la carne hizo a los hombres: que aquellos animalitos
carroñeros que fuimos hace tres millones de años desarrollaron sus mentes
gracias a las grasas y proteínas animales que comían cuando encontraban
algún cadáver sin terminar. Así fueron mejorando y aprendieron a matar ellos
mismos y mejoraron más y descubrieron el fuego y cocinaron y, tan lentos, se
hicieron hombres y mujeres. Comían carne cazada y frutos recogidos hasta que,
hace unos días, alguien entendió que si enterraba una semilla conseguiría una
planta y el mundo se fue volviendo otro, éste: aparecieron la agricultura, las
ciudades, los reyes, nuevos dioses, la rueda, los metales, millones de
personas, las caries, las clases, la riqueza y sus variadas injusticias. La
revolución neolítica cambió todo y, con todo, la alimentación: desde entonces
los humanos —salvo, claro, los ricos y famosos— comimos más que nada algún
cereal o tubérculo o verdura acompañados de vez en cuando por un trocito o dos
de alguna carne. Y así fue, durante diez mil años, hasta que, unas décadas
atrás, las sociedades más ricas del planeta entraron en la Era de la Carne.
La
carne es estandarte y es proclama: que este planeta sólo se puede usar así si
miles de millones se resignan a usarlo mucho menos
Ahora nos parece normal, pero es
tan raro: un bistec con patatas, unas salchichas con puré, un pollo con arroz,
proteína animal con algún vegetal acompañando, es una inversión del orden
histórico, tremendo cambio cultural —y ni siquiera lo pensamos—. Y menos
pensamos lo que eso significa como gesto económico, social. No le digan a nadie
que lo está diciendo un argentino: comerse un buen bife/chuletón/bistec, un
gran trozo de carne, es una de las formas más eficaces de validar y aprovechar
un mundo injusto.
Consumir animales es un lujo: una
forma tan clara de concentración de la riqueza. La carne acapara recursos
que se podrían repartir: se necesitan cuatro calorías vegetales para producir
una caloría de pollo; seis, para producir una de cerdo; diez calorías vegetales
para producir una caloría de vaca o de cordero. Lo mismo pasa con el agua:
se necesitan 1.500 litros para producir un kilo de maíz, 15.000 para un kilo de
vaca. O sea: cuando alguien come carne se apropia de recursos que, repartidos,
alcanzarían para cinco, ocho, diez personas. Comer carne es establecer una
desigualdad bien bruta: yo soy el que puede tragarse los recursos que ustedes
necesitan. La carne es estandarte y es proclama: que este planeta sólo se puede
usar así si miles de millones se resignan a usarlo mucho menos. Si todos
quieren usarlo igual no puede funcionar: la exclusión es condición necesaria —y
nunca suficiente—.
Cada vez
más gente se empuja para sentarse a la mesa de las carnes —los chinos, por ejemplo,
que hace 20 años consumían cinco kilos por persona y por año, y ahora más de
50— porque comer carne te define como un depredador exitoso, un triunfador. En
las últimas décadas el consumo de carne aumentó el doble que la población del
mundo. Hacia 1950 el planeta producía 50 millones de toneladas de carne
por año; ahora, casi seis veces más —y se prevé que vuelva a duplicarse en
2030—. Mientras, un buen tercio de la población mundial sigue comiendo como
siempre: miles de millones no prueban la carne casi nunca, la mitad de la
comida que la humanidad consume cada día es arroz, y un cuarto más, trigo y
maíz.
Tardará:
pero alguna vez, dentro de décadas, un siglo, los historiadores empezarán a
mirar atrás y hablarán de estos tiempos —un lapso breve, un suspiro en la
historia— como la Era de la Carne
Y aparecen las grietas en el
imperio de la carne. Primero fue el imperativo de la salud: cuando nos dijeron
que su colesterol nos embarraba el cuerpo. Y ahora, en los barrios más cool de
las ciudades ricas, cada vez más señoras y señores rechazan la carne por
convicciones varias: que no quieren comer cadáveres, que no quieren ser
responsables de esas muertes, que no quieren exigir así a sus cuerpos, que no
quieren. Llueve, estos días, sobre mojado: la amenaza del cáncer. Hasta que
llegue la imposibilidad más pura y dura: tantos querrán comer su libra de carne
que el planeta, agotado, dirá basta.
Tardará: el comercio mundial
de alimentos está organizado para concentrar los recursos en beneficio de
unos pocos, intereses potentes defenderán sus intereses. Pero alguna vez,
dentro de décadas, un siglo, los historiadores empezarán a mirar atrás y
hablarán de estos tiempos —un lapso breve, un suspiro en la historia— como la
Era de la Carne. Que habrá, entonces, pasado para siempre.
Martín Caparrós es
escritor y periodista argentino y autor de Hambre (Anagrama)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario