Daniel Matamala
Periodista, conductor de CNN Chile
Columna de Daniel Matamala: La ciudad de la furia
SAB 19 OCT 2019 | 08:50 PMINTENDENCIA
“El país prospera; el pueblo,
aunque inmoral, es dócil”, escribía en 1829, contando sus primeras impresiones
sobre Chile, Andrés Bello. Ese ha sido el contrato social implícito desde
entonces: la clase dirigente hace prosperar el país, y el resto se mantiene
dócil.
Las sociedades modernas se
sostienen en un delicado equilibrio. Por más poderosos que parezcan el Estado y
su fuerza represiva, dependen del respeto tácito al orden social. Si un día los
ciudadanos deciden dejar de parar en las luces rojas, concurrir a sus trabajos
o pagar el Metro, el sistema no se sostiene: no es posible tener a un
carabinero en cada semáforo, cada cubículo y cada torniquete.
Para esa gestión existe la política: el sutil arte de escuchar las demandas
ciudadanas y traducirlas en políticas públicas efectivas. Es la renuncia a esa
gestión la que explica el “Santiagazo” que convirtió a la capital de Chile en
una ciudad de la furia.
El jueves, cuando el malestar
social arreciaba, el Presidente dio una entrevista al Financial Times,
comparándose con Ulises por su estrategia para no escuchar los cantos de
sirena: “Él se ató al mástil de un barco y se puso trozos de cera en las orejas
para evitar caer en la trampa. La sirena llama. Estamos dispuestos a hacer todo
por no caer en el populismo, en la demagogia”.
Antes, el ministro Monckeberg
había sugerido entrar al trabajo a las 7.30 para llegar más rápido, y el
ministro Fontaine, tomar el Metro a las 7.00 para evitar el alza. Cuando se
registraban los primeros casos de evasión masiva, el Presidente Piñera
calificaba a Chile como “un verdadero oasis en medio de esta América Latina
convulsionada”.
Fue una protesta lenta, que subió
en intensidad gradualmente, con muchos momentos para reaccionar. Pero no hubo
más que dos respuestas: la tecnocracia y la represión. El panel de expertos define
la tarifa, las Fuerzas Especiales la hacen cumplir. Planillas Excel y lumas,
mientras la política permanece ciega, sorda y muda. A las 19.15 horas del
viernes, el ministro Chadwick se limitó a amenazar con la Ley de Seguridad del
Estado, sin una sola palabra sobre el fondo de las demandas. El día anterior,
La Moneda ya había echado más combustible al fuego, al tratar la evasión de
“delincuencia pura y dura”, y a quienes se manifestaban como “hordas” y
“delincuentes”.
Esas palabras (“evasión”, “delincuentes”)
tienen una carga pesada en Chile. La evasión surgió en 2007 como la primera
grieta del contrato social ante el desastre del Transantiago. Miles de
santiaguinos decidieron que, si la tecnocracia dirigente era incapaz de cumplir
su deber (proveer transporte), ellos tampoco tenían por qué honrar su parte del
contrato y pagar su tarifa.
Si el país no prospera, el pueblo se vuelve indócil.
Si el país no prospera, el pueblo se vuelve indócil.
La respuesta fue el Registro de
Infractores, la mejor prueba del doble rasero de la clase dirigente, que
publicaba una lista de la vergüenza con los evasores de pasajes, y al mismo
tiempo justificaba y amnistiaba sus propias evasiones: las empresas zombis, los
perdonazos de impuestos, las boletas ilegales y los paraísos fiscales. Esas
evasiones no entran en ningún registro y se tratan con extremo cuidado en el
lenguaje.
Desde el poder se cataloga de
“delincuente” a quien evade un pasaje de 830 pesos, pero jamás se ocupará
tamaña palabra para referirse a evasores como los estudiantes de ética Délano y
Lavín, quienes evadieron impuestos por 857.084.267 pesos cada uno. Eso equivale
a 1.032.631 pasajes; un trabajador que evadiera el Metro dos veces al día
tendría que vivir 1.414 años para igualarlos.
Seamos claros: fue esa élite la
que rompió el contrato social al consagrar su propia impunidad, y al hacerlo
tapó la olla, subió el fuego al tope y se tapó los oídos para no escuchar cómo
el agua entraba en ebullición. Para peor, el desprestigio permeó a
instituciones como la Confech, que en 2011 había servido como catalizador de
una protesta social que superaba con mucho el tema educacional. Sin ese cauce,
el resultados son explosiones inorgánicas, sin pliegos de peticiones, vocerías
ni negociaciones.
Y que estallan con violencia
irracional. Qué paradójico que sea una empresa pública, símbolo de integración
social como el Metro, la que pague los platos rotos del pillaje de grupos de
vándalos. Y qué lamentable que parte del Frente Amplio y el PC , presas del
infantilismo revolucionario, no sean capaces de trazar una línea clara entre el
legítimo malestar social y el inaceptable vandalismo del lumpen.
¿Por qué ocurrió hoy, en octubre
de 2019? Las planillas Excel otra vez quedan sin respuesta. Ni el costo del
transporte, ni la inflación, ni el desempleo, ni los sueldos reales son peores
que hace dos o tres años. Lo que ha desaparecido es el horizonte. Si Bachelet 1
y Piñera 1 fueron símbolos de cambio (la igualdad de géneros, la alternancia en
el poder), Bachelet 2 y Piñera 2 agotaron el stock de esperanzas. Enterrada la
retroexcavadora y sepultados los tiempos mejores, hace tiempo se incuba el
ruido sordo de la falta de un proyecto país, de un camino al desarrollo, de una
meta compartida que dé sentido a las penurias cotidianas.
Si el país no prospera, el pueblo
se vuelve indócil.
Y la imagen final llegó con la
fotografía del Presidente de la República cenando en un restaurante de Vitacura
mientras Santiago literalmente estaba en llamas. Que la pizzería en cuestión se
llamara Romaria confirió al asunto un aire a lo Nerón.
A medianoche, el fracaso de la
política les entregó el mando a los militares: vaya déjà vu. De
hecho, el único vocero competente en la noche de furia fue el general
Iturriaga. Tras un día en que los políticos se disfrazaron de un discurso
militarizado, fue un militar el único que al menos trató de empatizar con la
bronca y el miedo de la gente y proveerles confianza y contención.
O sea, hacer política.
Volviendo a Andrés Bello. Cuando
el país no prospera, cuando los horizontes en común se diluyen, cuando la clase
dirigente se jacta de su impunidad, cuando el pacto social se rompe desde
arriba, tal vez el pueblo deja de ser dócil.
Y cuando no hay política que
encauce esa legítima indocilidad, el espíritu primitivo de la violencia se
desata.
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