LA
POLÍTICA SOCIAL Y EL NUEVO UNIVERSALISMO EN LATINOAMÉRICA.
CARLOS APONTE BLANK *.
[Publicado en la Revista SIC nº
801, Enero-Febrero 2018]
El
universalismo social aspira a que la totalidad de la población disfrute de
servicios sociales de calidad y cuente con medios socio-económicos (ingreso y
empleo) básicos que apoyen sus oportunidades y capacidades de desarrollo humano.
Para lograr ese propósito central más efectiva y equitativamente un proyecto
universalista renovado puede combinar: acciones de cobertura “universal” y selectivas/focalizadas;
proveedores públicos estatales y no estatales junto con los privados; y, modalidades
de financiamiento con base en impuestos, contribuciones laborales o gastos particulares.
Después de una década de importantes
mejoras económicas y sociales en casi todos los países de América Latina, se
han presentado situaciones de desaceleración o estancamiento, sobre todo desde
el 2013/14. Con este decaimiento socio-económico se ha reactivado una idea
recurrente en Latinoamérica ante las crisis desde fines de los años ochenta: que
la política social debería retomar las características supuestamente universalistas
que ella tuvo hasta los años setenta del pasado siglo, lo que contribuiría a un
más efectivo relanzamiento hacia el desarrollo.
Esa es una idea que se presta a
equívocos y por las repercusiones negativas que ella puede suponer para la
política social en nuestros países vale la pena revisar en qué consiste esa
confusión. Para ello, de manera necesariamente sucinta, perfilaremos qué es el
universalismo social como ideario y veremos panorámicamente sus alcances
prácticos “realmente existentes” como bases para pensar en un universalismo más
viable, efectivo y equitativo para Latinoamérica.
El ideario universalista
El universalismo puede
considerarse como la mayor influencia ideológica en la política social de América
Latina y, más genéricamente, de los países de Occidente desde mediados del
siglo XX. La cristalización inicial del modelo de universalismo social está
asociada con la formación de los primeros Estados sociales de derecho (expresados
en las Constituciones de Querétaro de 1917 y de Weimar de 1919) y se fortaleció
con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948) así como con
la creación de los Estados de bienestar europeos a partir de la 2ª posguerra
mundial.
En particular, esas experiencias
configuraron una aspiración colectiva de alcanzar una “ciudadanía social” que
supone la realización gradual de un conjunto de derechos sociales humanos universales.
El ideario social “universalista”, con variantes en la forma de definirlo, tiende
a sostener que los ciudadanos tienen derecho a una igualación de oportunidades
de desarrollo social mediante el acceso de todos a un conjunto de bienes y
servicios “sociales” históricamente prioritarios que sean de una calidad básica/común.
La política y los derechos
sociales son definidos aquí en un sentido estricto [1]
para referirnos a un conjunto delimitado, aunque variado, de acciones públicas que
inciden directamente en las condiciones sociales
de vida. Se trata de acciones: sectoriales,
entre las que destacan las de educación; salud y nutrición; seguridad social; y,
vivienda y desarrollo urbano; social-económicas,
en las que resaltan las políticas “activas” de ingreso y empleo; y, selectivas, entre las que
sobresalen las destinadas hacia la población en pobreza -llamadas focalizadas- y
las destinadas a otros grupos vulnerables o discriminados por distintas razones
como las mujeres, los niños, jóvenes, adultos mayores, indígenas, LGBTI o las personas
con discapacidad, entre otros.
Ahora, hay que distinguir al
universalismo social como modelo ideal con respecto al alcance que ha tenido en
las situaciones y gestiones sociales reales. El ideario universalista puede
inspirar a la política social de Estados de muy distinto tipo y por ello sus avances
efectivos pueden ser muy variados: puede influir en países ricos o pobres o que
cuenten con distintos regímenes de prevención de riesgos, teniendo por ello resultados
sociales diferenciados.
Los avances universalistas en los Estados sociales de bienestar
El universalismo social ha alcanzado
sus mayores logros en los países en los que se pudo instaurar un régimen de
bienestar para la prevención de riesgos sociales amparado en el muy favorable contexto
que permite el desarrollo. Especialmente los Estados de bienestar europeos “tradicionales”
(notablemente los llamados “escandinavos” y “conservadores”) se convirtieron en
el principal modelo de referencia del universalismo social en los hechos, más
allá del ideario.
Sin embargo, hay que precisar que
aún en esas experiencias el universalismo se desarrolló particularmente en algunos
y no en todos los sectores: en el campo de la salud y nutrición en el que se
alcanzó una cobertura total o casi total de la población; y, en el de la
educación en el que se alcanzó una matriculación total/casi total en los
niveles considerados históricamente como básicos (primaria y secundaria),
abriéndose una amplia oportunidad para el acceso a la educación superior sobre
todo en las décadas más recientes.
En contraste, con la relativa
excepción de los países escandinavos, la cobertura de la seguridad social en
los países europeos occidentales más avanzados -aunque muy extensa,
especialmente en la materia de pensiones y de seguro de desempleo- no ha sido
propiamente universal. Esa cobertura se nutre con las contribuciones
particulares de los trabajadores y/o patronos frecuentemente complementadas por
recursos del Estado. Este modelo contributivo
se diferencia del modelo de financiamiento fiscal, más típicamente universal, asociado
con la posibilidad de acceder a la educación y salud públicas gratuitas de
calidad para todos, aunque hay que apuntar que estos servicios han coexistido –en
distinto grado- con el uso de servicios privados que completan la cobertura para
una parte de la población en los Estados sociales de bienestar.
Hay que destacar que un factor
que coadyuvó para que la seguridad social adquiriera un carácter casi-universal
en muchos países, especialmente durante
la llamada época de oro del capitalismo de bienestar (1945-1975) fue la
posibilidad de concretar una política keynesiana de pleno empleo por la que
proliferaron los empleos formales que permitieron la práctica extendida de las
contribuciones laborales. Aunque las redefiniciones del contexto económico
desde la 2ª mitad de los setenta limitaron en gran parte de las naciones ese
empleo formal generalizado, el desarrollo de seguros de desempleo resultó una
importante compensación para reducir los riesgos mayores de empobrecimiento y
para sostener el vínculo de los despedidos con la seguridad social [2].
No obstante, una variedad de cambios
en el entorno durante las últimas décadas (en el mercado laboral –desempleo,
flexibilización y creciente desigualdad/pobreza relativa-, en las estructuras familiares –emancipación de la mujer
y aumento de hogares mono/parentales-, en las tendencias demográficas
-envejecimiento y migraciones-, entre otras modificaciones) han presionado para
que los Estados sociales de bienestar amplíen las acciones selectivas hacia la
población comparativamente más pobre o con otras vulnerabilidades particulares.
Pero, en general, ello ha tendido a producirse sin que se abandone la prioridad
de las orientaciones básicas de las políticas tradicionales ni el propósito
sustancial del universalismo. Podrá no resultar un régimen tan satisfactorio
porque la nueva realidad del entorno económico lo dificulta, pero el Estado
social de bienestar parece querer redefinirse para subsistir y no para
desmantelarse. Y, al contrario de la leyenda negra sobre su destrucción, en
países que han sido considerados paradigmas “mercantiles” -como Estados Unidos-
desde hace décadas hay un proceso sostenido de ampliación del gasto público y de
los servicios sociales.
La práctica del universalismo en Latinoamérica
Decíamos al inicio que hay
quienes abogan porque la política social latinoamericana vuelva a su supuesto universalismo
de los años setenta y supere las limitaciones de una política asociada con los Programas
de Transferencia Condicionada (PTC) que son identificados –con razón- con
la focalización. También se cuestiona que la política social latinoamericana
pueda propender al desmantelamiento del Estado social de bienestar que se estaría
dando en Europa (véase Ocampo y
Gómez-Arteaga; 2017).
A diferencia de esa representación
apuntamos que lo que está ocurriendo en los Estados sociales de bienestar es
una redefinición/actualización y no ese fantasioso desmantelamiento, en tanto
que ni siquiera en las sociedades desarrolladas que lo han priorizado más el
universalismo social que se ha instrumentado ha sido un universalismo “puro”,
simple y generalizado hacia todos los sectores.
En cuanto a los países
latinoamericanos [3] es
aún más difícil pedir que se vuelva a una práctica universalista que nunca
existió plena ni satisfactoriamente en los hechos y que mostraba para los referidos
años setenta, aún en los casos en los que había evolucionado más, unos avances
reales limitados. Por eso aunque había importantes progresos en varias naciones,
se trataba de un universalismo formal e incompleto: orientó ideal y legalmente la
práctica social pero no cubría plena ni equitativamente a sus destinatarios,
como muestran los registros de salud y de educación de la época. Pero además,
debe subrayarse que ningún país de la región (con la parcial, compleja y
retadora excepción chilena) abandonó nunca -en
lo sustancial- el tipo de orientaciones universalistas en educación y en
salud que pudo haber adoptado desde la 2ª postguerra, a pesar de las
insistentes denuncias (que abundaron desde los años ochenta) sobre la supuesta
privatización y eliminación del derecho público en esos sectores, con las que
se creó una perdurable ficción. A diferencia de ella, con ritmos diferenciados
después de los duros ajustes fiscales y macroeconómicos, en la mayoría de los
países se tendió a nítidas mejoras de los registros sociales, lo que se hizo
más obvio durante la década de bonanza del siglo actual (2003-2013).
Por su lado, es evidente que en
materia de seguridad social no había nada claro hacia lo cual volver en cuanto
al universalismo en América Latina, como también resulta cierto -pero distinto-
que en algunos países se
ensayó un modelo de privatización de los sistemas de pensiones que apuntaba en
una dirección contraria al universalismo. Pero hoy predomina en las naciones
que se esfuerzan por reformar esos sistemas un modelo mixto para crear un piso
común de pensiones mínimas-básicas que combine contribuciones laborales y
financiamiento fiscal “no contributivo”, sin descartar complementaciones mediante
aportes privados. Es una nueva manera de orientarse
hacia el universalismo en un sector en el que ello no ha sido frecuente en
general ni en América Latina, habiéndose avanzado acentuadamente en años
recientes en la cobertura en países como Chile, Uruguay y Brasil, a pesar del
peso del empleo informal y sin que dejen de plantearse problemas por el bajo monto
de las pensiones y por la sostenibilidad de su financiamiento.
Otro asunto es que en la política
social latinoamericana cobró mayor importancia desde los años ochenta la
focalización (política hacia la población en pobreza) entre otras políticas
selectivas. Pero, no sólo ello era razonable por el crecimiento de la pobreza
que ocasionaron la crisis del modelo económico intervencionista tradicional y
los efectos de la incierta búsqueda de un modelo alternativo; también hay que
destacar que la focalización “realmente instrumentada”, aunque no siempre se
tradujo en programas exitosos, no eliminó el tipo de políticas previas en
campos como la educación o la salud. Por el contrario, en muchos casos intentó
contribuir a que no se apartara tempranamente del acceso a esos circuitos sociales
básicos a la población más propensa a dicha exclusión. Este esfuerzo parece
haber sido particularmente marcado en los PTC que se han convertido en una
especie de emblema de la focalización “universalista”, aunque son programas que
no pueden de ninguna manera confundirse con el conjunto de la política social a
diferencia de lo que dicen algunos críticos: globalmente son sólo un 0,4 % del
PIB y un 3% del gasto social.
Más allá de un universalismo social formalista y simplificador una
nueva estrategia universalista, gradual pero persistente, debe contribuir a que
se avance más viable, efectiva y equitativamente hacia el cumplimiento de los
derechos sociales en América Latina. Para ello la política social debe asumir una visión más plural sobre sus
destinatarios y una valoración más realista de su trayectoria histórica y de
los medios de que dispone, proponiéndose combinar: acciones de cobertura
“universal” y selectivas/focalizadas; proveedores públicos estatales y no
estatales junto con los privados; y, modalidades de financiamiento con base en
impuestos, contribuciones laborales o hasta gastos particulares, dentro de ciertas
proporciones.
Ante la debacle
social venezolana, en un momento que es de esperar que sea pronto, deberá formarse una nueva política social que responda
a la continuada emergencia y que afronte el gravísimo empobrecimiento de los
últimos años. Un programa asociable con los PTC será un componente de muy probable
importancia en esa política y Venezuela no está para darse el lujo de verse
atrapada por los falsos dilemas que ha planteado reiteradamente un viejo universalismo
formalista. Hoy en América Latina, para ser más efectivo, el universalismo
social debe ser un universalismo equitativo que maneje adecuadamente un
paradigma combinado de acciones.
*Sociólogo. Profesor-investigador del
CENDES-UCV.
Referencia
Ocampo, José Antonio y Gómez-Arteaga, Natalie
(2017). “Los sistemas de protección social, la redistribución y el crecimiento
en América Latina” en Revista de la
CEPAL, Nº 122, Agosto, Santiago:CEPAL, pp.7-32.
[1] En particular,
los diferenciamos de los derechos económicos y culturales que los acompañan en
leyes internacionales.
[2] En
los límites de este escrito no trataremos el complejo caso de la vivienda y el
desarrollo urbano.
[3]
Exceptuando a Cuba de estos análisis.
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