domingo, 1 de abril de 2018

Antonio López Ortega y “La gran regresión”


Tomado de www.el-nacional.com

Antonio López Ortega y “La gran regresión”

“La gran regresión” reúne los artículos publicados por Antonio López Ortega, entre los años 2000 y 2016, en la sección de opinión del diario El Nacional. El libro fue publicado en el 2017 por ABediciones de la Universidad Católica Andrés Bello y presentado por Víctor Guédez el pasado 6 de marzo, en la librería El Buscón 


Antonio López Ortega | ABediciones, UCAB
 “La gran regresión” (Caracas, 2017)

Por VÍCTOR GUÉDEZ
01 DE ABRIL DE 2018 12:00 AM

En una oportunidad Enrique Vila-Matas comentó que si alguien le preguntara sobre el libro que se llevaría a una isla desierta, él respondería que sería un libro de aforismos, ya que eso le permitiría leer uno diario hasta que alguien pudiese encontrarlo y rescatarlo. Esta imagen se me hizo oportuna al pensar que, en mi caso, podría llevarme también un libro de aforismos pero acompañado de La gran regresión de Antonio López Ortega. De esa manera podría leer un aforismo un día y un artículo el otro hasta combinar una alternancia que me permitiera comprender y reflexionar, sin darme cuenta, durante el devenir de los días. Esto también promovería una especie de juego entre la interiorización y la proyección. Se interioriza con la reflexión introspectiva que convoca el aforismo y se visualiza con la demanda intelectual que requiere el ensayo. No carece de sentido aquella sentencia de Jung, según la cual cuando vemos hacia afuera soñamos mientras que cuando vemos hacia adentro nos despertamos. Pero, más allá de la predominancia que uno u otro género pueda tener, debemos reconocer que el primer valor de la publicación que tenemos entre manos, es justamente la de servir simultáneamente para incentivar las potencialidades de un estado de conciencia así como la percepción de un contexto signado por las exigencias de nuestra desafiante realidad.

El título, el subtítulo y la preocupación por la cultura
Comencemos por atender la identificación formal del libro. Se titula, nominalmente, “La gran regresión”, pero incorpora un sugerente subtítulo conceptual, como es el de “Crónicas de la desmemoria venezolana (2000-2016)”. Además de las consideraciones semánticas e interpretativas del vocablo “regresión”, nos resulta difícil dejar de establecer una relación con la expresión “Retrotopía” que es el título del libro póstumo de Zygmunt Bauman, aparecido a pocos meses de su muerte el pasado año 2017. Este importante autor polaco vincula dicho término con la negación de la utopía, con la negación de la negación de la utopía y con la negación de la distopía. Explícitamente asevera que: “Las retrotopías son los mundos ideales ubicados en un pasado perdido / robado / abandonado que, aun así se ha resistido a morir”. Creemos que en el marco de ese “concepto zombi” se encuentran las realidades que Antonio López Ortega analiza en esta publicación.

Pero no debemos soslayar una alusión a la expresión con la que nuestro autor subtitula su libro. Nos referimos a la idea de desmemoria, a la cual le atribuye la connotación de creciente debilitamiento de las fuentes de nuestra cultura. De manera elocuente, López Ortega confiesa que “cuando el pasado no existe, el presente puede ser la desembocadura de cualquier cosa”, ya que la memoria es cultura y la cultura es ciudadanía.

Al entrar en aspectos más concretos, observamos que el libro se inicia con un artículo del año 2000 al que siguen casi cuatrocientos textos que cubren hasta el año 2016 y que dan cuenta de un sostenido y acelerado deterioro que atiende a la consigna de incumplir todas las promesas pero de ejecutar todas las amenazas. Este tormentoso recorrido se expresa, con palabras del autor, en una realidad con “más vacío que relleno, es más espacio concedido que espacio ganado. Venezuela vive, al menos desde 1998, un verdadero desfondamiento de su sistema político, lo que a su vez es reflejo de la crisis social y de la incertidumbre económica. Ese verdadero ‘vacío de poder’ ha sido ocupado por la improvisación y el desacierto. Perdimos el estamento político, perdimos la condición ciudadana, un foso enorme que ahora ha sido ocupado por el último bastión de poder que la sociedad malamente reconocía: los militares y sus siempre vivas apetencias” (pp. 391-392). Aquí se encuentra sedimentada la regresión que Antonio López Ortega denuncia con una afianzada voz de angustia existencial y de compromiso esperanzador con una Venezuela anhelada.

Esa angustia y ese anhelo se hacen presentes en toda su argumentación. Podríamos decir que el cuerpo del libro, por encima del registro cronológico que atiende, revela unas coordenadas que entrecruzan dos temas centrales y dos actitudes predominantes en el autor. Gráficamente encontramos en este libro un eje horizontal de carácter temático que va, desde la cultura (como fuerza centrífuga y centrípeta de su pensamiento) hasta la realidad nacional (como objeto de análisis y valoración). Luego, encontramos un eje vertical de naturaleza actitudinal en el cual se promueve la polarización entre el anhelo esperanzador de sus propuestas, por una parte, y la demanda afianzada en un dolor de patria; por el otro. En los alvéolos promovidos por estas coordenadas encontramos una amplia, enjundiosa y conmovedora dinámica de consideraciones.

Debe entresacarse de lo anterior su ferviente preocupación por la cultura. Desde la cultura adopta todas las perspectivas de sus disquisiciones y hacia la cultura dirige el esfuerzo total de sus aspiraciones. De manera implícita o explícita, pero siempre de manera reiterada, declara que: “no hay herramienta más poderosa que la cultura para el ejercicio de la ciudadanía” (p. 297). Afirmación que complementa su convicción de que la cultura no debe ser vista como “la guinda del postre, como la carroza de fiestas patrias que se escenifica en todo desfile militar, como el acto de fin de curso antes del brindis de ocasión, sino como cosmovisión del mundo, como comprensión de los signos trágicos de nuestra historia, como autoconocimiento” (p. 71). En este marco, nuestro autor asume la cultura como factor estratégico para abordar y superar los cambios que amerita nuestra realidad, ya que en ella reposa la capacidad de pensar, sentir y hacer de una sociedad, al tiempo que proporciona las creencias, querencias y disposiciones que consagran las exigencias propias de la dignidad humana.

Los atributos estructurales y conceptuales
Pero las cualidades del libro que nos ocupa no se agotan en la significación de su contenido sustantivo y orientador. También se imponen atributos estructurales que concitan nuestra más abierta admiración. Llama la atención, de entrada, la capacidad de López Ortega para, luego de olfatear la vigencia de un asunto, desplegar la arquitectura de una redacción en la cual el lector se siente conducido desde la curiosidad inicial de un tema hasta el cierre conclusivo de una exhortación, pasando por una impecable argumentación en donde generalmente está presente una cita oportuna o la referencia ilustrativa de una explicación. Aquí las armónicas relaciones de un contexto, una sustanciación, una ejemplificación y una culminación fundamentada se cumplen magistralmente. Lo curioso es que estas peculiaridades se conservan en los casos de los artículos literarios, como en las crónicas, semblanzas, obituarios o ejercicios críticos que engloban la plural naturaleza de los trabajos que aquí se compilan. De una manera esquemática podríamos decir que en sus textos se percibe un sentido motivacional en el comienzo, una seguridad en sus argumentos, una pertinencia en sus alusiones y citas, así como una focalización cuando recuerda y un alcance retador cuando concluye. También es admirable la inteligente titulación de los artículos. Aquí prevalece un foco gestáltico que absorbe y sintetiza los contenidos. No sobran palabras ni tampoco faltan. Pero este sentido de economía de términos también acompaña el contenido de sus textos ya que toda la argumentación obedece a criterios expositivos que no le conceden espacios a las repeticiones ni al abuso de los calificativos. Una austeridad iluminadora prevalece para hacernos recordar aquello de que un escritor es el que escribe con palabras insustituibles. Este es el caso de Antonio López Ortega: en sus artículos no puede sustituirse ni complementarse ninguno de los términos que configuran sus frases. 

Esta cualidad, unida a los señalamientos anteriores, permiten recordar que Octavio Paz hablaba del “periodismo literario” para subrayar el carácter de los artículos que atendieran cuatro exigencias esenciales, como son: a) El aguzamiento de la sensibilidad. b) El pulimento del entendimiento. c) La orientación ante la incertidumbre de la realidad. Y d) El descubrimiento del rumbo de los vientos. Pues bien, los artículos de Antonio López Ortega, desde nuestra opinión, atienden de sobra cada uno de estos requerimientos.

De los valores sustantivos y formales que caracterizan este libro se deriva la tentación de preguntarnos acerca de los mejores artículos que se codifican en esta publicación. Sin duda, nadie podría ejercer la prepotencia de una tarea semejante, ya que cada quien puede ejercer con propiedad sus particulares categorías perceptivas y sus condicionadoras situaciones personales. Solo a partir de esta salvedad nos atrevemos a señalar que, además de la atención y el disfrute que estos artículos nos proporcionaron, hay diez de ellos que los reservamos para nuestros personales archivos. Aun cuando aceptamos que el alcance de estos comentarios no le da cabida a expansiones detalladas hacemos uso de una licencia que permita, al menos, reseñar estos artículos. En orden de aparición recordamos el artículo “Propósito de año nuevo” (2003 / p. 71) que contiene maravillosas definiciones sobre la cultura y la educación. Enseguida, encontramos “Intelectualidad y líneas divisorias” (2005 / p. 190) que destaca la importancia de las diferencias para valorar la entereza y trascendencia del otro. Luego, identificamos “El país vertical” (2006 / p. 277) que destaca la necesidad de superar un país centrado en “una horizontalidad sensorial” en favor de uno de verticalidad ética. Igualmente, seleccionamos “El hombre de la maleta” (2006 / p. 285) donde relata la hermosa imagen que hizo de su padre el escritor Orhan Pamuk, en ocasión de recibir el Premio Nobel. En esta secuencia está “Adriano” (2008 / p. 339) en el que evoca las cualidades intelectuales y humanas de ese imperecedero narrador venezolano. En “El segundo país” (2008 / p. 377) aborda la esperanza de hacer del futuro un horizonte más promisorio. “La muerte del estratega” (2013 / p. 635) recuerda la obra de Álvaro Mutis en función de las ideas de desesperanza y trascendencia. “La hendidura” (2015 / p. 706) que se la dedica a la memoria del insigne fotógrafo Luis Brito. “La hora de la cultura” (2012 / p. 555) que contiene las ocho deudas que los intelectuales y el país tienen con la cultura. Finalmente, reseñamos “La hora de Cadenas” (2016 / p. 767) donde subraya el significado trascendente del poeta para la cultura nacional.

A esa fugaz reseña de nuestros artículos preferidos debe agregarse la selección de varias citas que servirían para un banco de epígrafes. Hacemos una limitadísima selección de once ideas que, además de redondear argumentos, ofrecen la prolongación de reflexiones generativas. Los epígrafes en cuestión son los siguientes:
“Nada mejor que partir de las diferencias para valorar la entereza y la trascendencia del otro. Por eso, el diálogo nunca ha sido dos espejos enfrentados” (p. 190).
“Si el deterioro no se contiene, una marea de mendicidad lo cubriría todo: propiedades, tierras, calles, gestos, creencias, cosmovisiones” (p. 220).
“En el supermercado de la política (…) cuyos anaqueles se reabastecen diariamente en nuestras tristes realidades, quién sabe si las verdaderas novedades sean explorar las últimas dosis de esperanzas de los desposeídos para construir sólidas estructuras de control político y económico” (p. 228).
“La desmemoria es una condena, es una muerte política, y hay quien ya lo ha descubierto para beneficio propio o de los suyos. Para esta lógica perversa, la pobreza es un talismán que asegura perdurabilidad en el poder” (p. 229).
“El antídoto a la desmemoria es la cultura, es saberse parte del mundo, es crecer espiritualmente hasta alcanzar un mínimo de soberanía” (p. 230).
“El populismo sabe morder a sus anchas cuando no hay conciencia colectiva, bueno es recordarlo, se construye sobre todo con memoria, con vivencia mutua, con valores compartidos” (p. 248).
“Un valor fundamental de la democracia moderna –el de la participación– se ejerce de manera sesgada: participan los que no cuestionan, los que no disienten. No participar es una manera de envejecer, de morir –al menos democráticamente–. La sensación de estar en la periferia, de no poder sumar, de no encontrar canales, aparta a más de uno y nos denigra como nación” (p. 299).
“Nos hemos ido por un atajo improductivo y anacrónico: división, pugnacidad, envilecimiento (…). De las bondades del pasado, ninguna; pero de los errores, todos los posibles e imaginables” (p. 299).
“El futuro se evita, por desafiante, porque obliga a pensar o a imaginarlo (…). Es un estado de regresión, de salto atrás. Si la balanza histórica ha oscilado siempre entre atisbos de modernidad, por un lado, y retrocesos a estadios anteriores, por el otro, hoy en día el fiel de la balanza se ha quedado detenido en este último extremo” (p. 327).
“Vivir en la anacronía –esa podría ser la consigna– como si fuéramos el sueño de otro, como si veinticinco millones de seres dependieran de las buenas o malas noches de un solo soñador” (p. 352).
“La disrupción nos ha servido como impulso para apartarnos y ser críticos de nuestros procesos, pero de allí a construir un mundo alterno hay una distancia larga. Estamos congelados en el grito y solo el grito nos consume” (p. 362).

El libro y su autor
Franklin W. Dixon, afirmaba que: “No se juzga la manzana mirando el árbol. No se juzga la miel mirando la abeja. No se juzga el libro mirando al autor”. Quizá estas afirmaciones tienen vigencia en su alcance general, pero ellas no proceden en el caso de nuestro autor, debido a que hay una asombrosa equivalencia entre este libro y su persona. Leer estas páginas es escucharlo: Antonio López Ortega escribe lo que escribe porque es lo que es. Estos artículos son la comprobación del esfuerzo de su trabajo cultural al tiempo que validan la vivencia de sus sentimientos venezolanos. De tal manera, que los textos aquí reunidos son testimonios de vida, comprobación de sus sensibilidades, focalización de sus reflexiones. No hay poses simuladas ni percepciones disimuladas en tanto que aquí se condensa el transcurrir de un pensamiento vivido. En la línea de esta percepción, algunos podrán ver muchas páginas impregnadas de tristeza, pero apuesto a pensar que ese aparente sentimiento se asocia mejor con la idea nostálgica de un país que fue y que iba siendo, pero que se encontró con el abismo de un accidente histórico del cual no nos hemos recuperado. De tal manera que la supuesta tristeza no es más que la “saudade” de su preferido Fernando Pessoa o la “nostalgia” de Víctor Hugo, palabras que más bien recogen el significado de sentir la profunda “alegría de la tristeza”. Se puede estar alegre de la tristeza porque ese sentimiento contradictorio sirve para no temerle al diagnóstico trágico y también permite asumir la valentía de enfrentar la realidad para evitar que suceda lo que uno teme. Dentro de este ámbito cobra vigencia el planteamiento que Nietzsche hace en El ocaso de los ídolos, según el cual la tragedia está lejos de probar el pesimismo porque “el afirmar la vida, aún en sus problemas más severos, la voluntad de vivir es el más puro espíritu dionisíaco”. De tal manera que podemos pensar en una particular manera de optimismo la que procede en las categorías valorativas de nuestro autor.

Con base en esta hipótesis, procede volver al repertorio de epígrafes planteados más arriba para sostener que el tono directo y aparentemente pesimista encuentra su opuesto en un magistral artículo escrito en 2012, y titulado “La hora de la cultura”. Ahí se resume el espíritu autoafirmativo de un pensador que asume la cultura como un factor de ciudadanía, pero también como una fuente estratégica de recuperación, cambio y reorientación de la sociedad en su conjunto. En este artículo plantea los ocho puntos que conforman sus “mandamientos incompletos” los cuales son necesarios para afrontar los desafíos culturales del país. Ellos se sintetizan en las siguientes deudas:
Deuda jurídica que remite a una ley de cultura.
Deuda institucional que remite al papel del Ministerio de Cultura.
Deuda de competencias que remite al rol de las entidades nacionales, regionales y locales de cultura.
Deuda política que remite al incentivo de industrias culturales.
Deuda de participación que remite al apoyo de las entidades empresariales según fórmulas de patrocinio y mecenazgo.
Deuda de patrimonios que remite al tratamiento del fomento de los aspectos tangibles e intangibles de la cultura.
Deuda de la vinculación histórica que remite a las adecuadas relaciones entre la Cultura y la Educación.
Deuda de las prioridades que remite a fomentar y asegurar los espacios de la creación.

Tal como lo afirma López Ortega, estas deudas deben ser sistematizadas en forma de legado para ser ampliadas en modelos legislativos, programáticos y gerenciales.

En esta propuesta se decanta el alcance de una visión comprometida con la esperanza de un futuro muy alejado de cualquier tristeza pesimista. Y para que no quede ninguna duda respecto a esta aseveración, debemos citarlo, finalmente, para recordar los estimulantes comentarios que escribe en su artículo “Postrimerías” (2015 / p. 718): “Los tiempos históricos no se asemejan a los tiempos humanos, y por lo tanto, frente a las lentas mareas del primero, es comprensible que nos impacientemos (…). Pero dentro de nuestra parca percepción no es un desatino pensar que a Venezuela le vienen nuevos tiempos. Es como si un ciclo llegara a su fin y mereciéramos otro; o como si mi aprendizaje hubiera madurado en nuestro inconsciente colectivo hasta hacernos mejores”.


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