Tomado de www.project-syndicate.org
¿Quién crea realmente valor en una economía?
Sep 11, 2018 MARIANA MAZZUCATO
LONDRES – Tras la
crisis financiera global de 2008, surgió un consenso respecto de que el sector
público tenía la responsabilidad de intervenir para rescatar a los bancos con
importancia sistémica y estimular el crecimiento económico. Pero fue un consenso
efímero; pronto, las intervenciones del sector público en la economía pasaron a
ser vistas como causa principal de la crisis, y se consideró necesario
revertirlas. Fue un grave error.
En Europa, en
particular, los gobiernos quedaron en la picota por sus elevadas deudas, pese a
que la causa del derrumbe había sido la deuda privada, no la pública. A muchos
se les pidió que introdujeran medidas de austeridad, en vez de estimular el
crecimiento con políticas anticíclicas. En tanto, se esperaba que el Estado
implementara reformas del sector financiero que supuestamente, en conjunto con
una reactivación de la inversión y la industria, restaurarían la
competitividad.
Pero las reformas
financieras en realidad fueron muy pocas, y en muchos países, la industria
todavía no se recuperó. Pese a una mejora de las ganancias en muchos sectores,
la inversión sigue siendo débil, debido a una combinación de atesoramiento de
efectivo y creciente financierización; y hay un récord de recompra de acciones
(que busca impulsar las cotizaciones y con ellas, las opciones de compra).
La razón es
sencilla: al tan vapuleado Estado sólo se le permitió una respuesta muy tímida.
Esto muestra hasta qué punto la formulación de políticas sigue guiándose no por
la experiencia histórica, sino por la ideología; en concreto, por el neoliberalismo,
que propugna un papel mínimo para el Estado en la economía, y su pariente
académica, la teoría de la “elección pública”, con su énfasis en los fallos del
gobierno.
Para que haya
crecimiento se necesita un sector financiero funcional, que recompense las
inversiones a largo plazo en vez de jugadas de corto plazo. Pero en Europa,
hubo que esperar a 2016 para que se introdujera un impuesto a las transacciones
financieras, y en casi todas partes sigue habiendo escasez de “financiación
paciente”. Esto lleva a que el dinero que se inyecta en la economía por medio
de, por ejemplo, la flexibilización monetaria termine otra vez en los bancos.
El predominio del
pensamiento cortoplacista evidencia malentendidos fundamentales en relación con
el correcto papel económico del Estado. Contra lo que indicaba el consenso post‑crisis,
una inversión estratégica activa por parte del sector público es esencial para
el crecimiento. Por eso todas las grandes revoluciones tecnológicas (ya sea en
medicina, informática o energía) fueron posibles gracias a la actuación del
Estado como inversor de primera instancia.
Pero seguimos
idealizando a los actores privados en las industrias innovadoras e ignorando su
dependencia de los productos de la inversión pública. Por ejemplo, Elon Musk no
sólo recibió más de 5 000 millones de dólares en subsidios del gobierno
estadounidense, sino que sus empresas, SpaceX y Tesla, se han construido sobre
el trabajo de la NASA y del Departamento de Energía, respectivamente.
El único modo de
lograr una recuperación plena de nuestras economías es que el sector público
retome su función crucial de inversor estratégico, a largo plazo y con sentido
de misión. Para ello es esencial refutar narrativas erróneas respecto del modo
en que se crean el valor y la riqueza.
El supuesto
habitual es que el Estado facilita la creación de riqueza (y redistribuye la
que ha sido creada), pero que en realidad no crea riqueza él mismo. En cambio,
a los líderes empresariales se los considera actores económicos productivos
(una idea que algunos usan para justificar el aumento de la desigualdad). Como
las actividades (a menudo arriesgadas) de las empresas crean riqueza (y por
tanto empleo) sus directivos merecen ingresos más altos. Estos supuestos
también dan lugar a un uso erróneo de las patentes, que en las últimas décadas
han impedido la innovación en vez de incentivarla, conforme tribunales
favorables a protegerlas han ido ampliando excesivamente su alcance, lo cual
implica privatizar las herramientas de la investigación, en vez de sólo los
resultados finales.
Si estos supuestos
fueran ciertos, los incentivos fiscales alentarían un aumento de la inversión
empresarial. En cambio, esos incentivos (por ejemplo las rebajas del impuesto
de sociedades aprobadas en Estados Unidos en diciembre de 2017) reducen el
ingreso del Estado en términos generales, facilitan ganancias récord para las
empresas y producen poca inversión privada.
No es sorprendente.
En 2011, el empresario Warren Buffett señaló que en
realidad el impuesto a las plusvalías no desalienta las inversiones ni reduce
la creación de empleo. Según Buffett: “Entre 1980 y 2000 se creó un total neto
de 40 millones de puestos de trabajo. Sabemos qué vino después: impuestos más
bajos y mucha menos creación de empleo”.
Estas experiencias
contradicen las creencias plasmadas por la “Revolución Marginalista” del
pensamiento económico, que sustituyó la teoría clásica del valor‑trabajo con la
moderna teoría subjetiva del valor basada en los precios de mercado. En
síntesis, damos por sentado que toda organización o actividad que reciba un
precio genera valor.
Esto refuerza la
noción de que los que ganan mucho deben estar creando muchísimo valor (una
noción que normaliza la desigualdad). Por eso el director ejecutivo de Goldman
Sachs, Lloyd Blankfein, tuvo el descaro de declarar en 2009,
sólo un año después de la crisis que su propio banco contribuyó a generar, que
sus empleados estaban entre “los más productivos del mundo”. Y es también la
razón por la que las farmacéuticas pueden seguir usando la “fijación de precio
por valor” para justificar subas astronómicas de los precios de las medicinas,
pese a que el gobierno de los Estados Unidos invierte más de 32 000
millones de dólares al año en los eslabones de alto riesgo de la cadena de
innovación de la que aquellas medicinas surgen.
Cuando el valor no
lo determinan métricas específicas, sino el mecanismo de mercado de la oferta y
la demanda, el valor se convierte en algo que “está en los ojos de quien lo
mira” y se confunde la renta (el ingreso no ganado) con la ganancia (el ingreso
ganado); aumenta la desigualdad; y disminuye la inversión en la economía real.
Y cuando la formulación de políticas se guía por posturas ideológicas erradas
respecto de la forma en que se crea valor en una economía, el resultado es la
adopción de medidas que inadvertidamente recompensan el cortoplacismo y
debilitan la innovación.
Una década después
de la crisis, subsiste la necesidad de resolver debilidades económicas
persistentes. Eso implica, antes que nada, reconocer que el valor es una
creación colectiva en la que participan empresas, trabajadores, instituciones
públicas estratégicas y organizaciones de la sociedad civil. De la interacción
entre estos diversos actores depende no solamente el ritmo del crecimiento
económico, sino también que este sea innovador, inclusivo y sostenible. El
único modo de poner fin a esta crisis es reconocer que el papel del Estado no es
solamente subsanar fallos del mercado cuando se producen, sino también
participar activamente en la definición y la creación de los mercados.
Traducción: Esteban
Flamini
Writing for PS since 2015
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Mariana Mazzucato, Professor in the Economics of Innovation and Public
Value and Director of the Institute for Innovation and Public Purpose at
University College London, is the author of The Value of Everything: Making and Taking in the Global
Economy.
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