sábado, 19 de diciembre de 2020

Columna de Daniel Matamala: Elige matar

 

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Columna de Daniel Matamala: Elige matar

Daniel Matamala

HACE 3 HORAS

 




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“Por ningún motivo” me vacunaré contra el coronavirus, dijo tajante el diputado Gonzalo Fuenzalida el lunes, afirmación que en los días siguientes intentó matizar. No es el primer político que hace declaraciones irresponsables sobre este asunto. El diputado Florcita Alarcón (Flor Motuda) lleva años esparciendo mentiras sobre los riesgos de la vacunación, y ahora ha sumado a su cóctel de desinformación los supuestos beneficios de sustancias tóxicas para combatir el coronavirus. Sus “fuentes” suelen ser videos de YouTube. También el senador Alejandro Navarro ha repetido una y otra vez, contra la evidencia científica, que las vacunas provocarían autismo.

Estas no son “opiniones”. Son mentiras que cuestan vidas. Miles de personas, especialmente niños, están muriendo absurdamente cada año, en países con programas de vacunación universal, por enfermedades evitables como el sarampión o la poliomelitis.

En un ranking de la estupidez humana, la secta antivacunas sería candidata a quedarse con el primer lugar. Uno de los avances que más vidas ha salvado en la historia de la Humanidad (cerca de 1.500 millones y contando), está en riesgo por culpa de un grupito de conspiranoides fanáticos. Ya antes de la pandemia, la OMS había descrito a los antivacunas como una de las diez mayores amenazas sanitarias del planeta.

Hoy Chile enfrenta las peores cifras de contagio por coronavirus desde julio. Y, en paralelo a las medidas de distanciamiento físico, comienza la carrera por vacunar, lo antes posible, a una gran parte de nuestra población. Del éxito de esa misión depende evitar decenas de miles de muertes de chilenos, así como la normalización de la vida cotidiana, las familias, colegios y empleos.

En un aspecto, estamos bien preparados. Índices de The Economist y el New York Times muestran que Chile es el país sudamericano con mejor cobertura de vacunas, gracias a los contratos con múltiples proveedores y a los ensayos clínicos que se desarrollan en nuestro país. Tal como pasó con los ventiladores al principio de la pandemia, en esa tarea el gobierno ha sido eficiente.

Donde sigue fallando, en cambio, es en la comunicación. La obsesión winner de adornar cada noticia, de mezclar hechos con especulaciones, y de aprovechar cada hito para el lucimiento presidencial, sólo agrandan la desconfianza de la opinión pública.

Tampoco ayuda la tendencia de algunos medios de comuncación a presentar todas las opiniones como si fueran igualmente válidas, generando falsos “debates” entre científicos y charlatanes. Las redes sociales son el vehículo perfecto para los chantas que lucran con la ignorancia y el miedo, y que creen que un meme vale más que el conocimiento de la comunidad científica mundial. El rol de los medios no es replicar sus mentiras, sino desenmascararlas. Las encuestas callejeras sólo son válidas si cada inquietud del público es contestada, cada temor es disipado y cada mito es desmentido.

Y hay un último obstáculo, tal vez el más insidioso de todos: la obsesión ideológica por convertir asuntos de bien común en elecciones individuales.”Elige vivir sano”, “elige vivir sin drogas”, “elige vivir seguro”, nos repiten. Por décadas, se ha insistido que en educación lo importante no es la calidad, inclusión y cohesión del sistema, sino “el derecho de los padres a elegir” (a elegir lo que el bolsillo les permita, por cierto). En salud, lejos de garantizar el bien común, la Constitución prioriza el “derecho a elegir” (léase: “a pagar”) un sistema privado, desfinanciando el público.

 

En pensiones se nos vendió una jubilación de casino, en que las personas pueden “elegir de acuerdo a su temperamento, su modo de ser: ¿quieren jugar a mayor riesgo o quieren jugar a menor riesgo?”, como dijo el Presidente Lagos al lanzar el sistema de multifondos.

Entonces no sorprende que la política pública más importante de nuestra época también parezca para muchos una simple elección personal. Entre el 15% y el 40% de los chilenos, de acuerdo a distintas encuestas, dice no estar dispuesto a vacunarse contra el coronavirus.

Pero esa es una falsa disyuntiva. No hay un “derecho” a elegir no vacunarse, tal como no hay un derecho a no usar mascarilla en medio de la pandemia, o un derecho a saltarse los semáforos en rojo. En todos esos casos, una conducta individual pone en riesgo a los demás.

Ninguna vacuna es 100% efectiva, ni puede aplicarse a toda la población: algunos grupos vulnerables como niños, mujeres embarazadas, enfermos crónicos o alérgicos severos pueden quedar fuera. Su única defensa será la inmunidad de grupo: que una parte suficiente de la sociedad en que viven sí esté protegida. Cada persona que “decide” no vacunarse está decidiendo ser el vector de una infección potencialmente mortal.

El “elige matar” no es parte de los derechos de una sociedad civilizada. Si una autoridad pública, por ignorancia o egoísmo, no lo entiende, entonces debería renunciar al cargo y al generoso sueldo que esa misma sociedad, a la que él decide poner en riesgo, le proveen.

En 1883, cuando se discutía la ley de vacunación obligatoria contra la viruela, el médico Adolfo Murillo proclamó en la Cámara de Diputados que “sostengo que nadie tiene derecho a ser un foco de infección que perjudique al vecino, y que la autoridad debe velar por el derecho de terceros”. Gracias a próceres como él, la viruela fue erradicada de Chile en 1959.

Ha pasado más de un siglo y algunos siguen sin entender. La sociedad tiene derecho a inmunizarse contra estos irresponsables.

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