El compromiso democrático de algunos opositores a Maduro
Humberto
García Larralde[1],
economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com
2020 cerrará como un año nefasto por los estragos producidos por la pandemia mundial y los efectos económicos y en nuestras formas de vida, que trajo. En Venezuela, adicionalmente, quedará marcado por la profundización del sufrimiento infligido a su población por parte del régimen fascista. No obstante, la devastación ocasionada por Maduro y sus cómplices ha sido tal que ha minado sus propias bases de sustentación, haciendo cada vez más precario su poder. De unirse la oposición en torno a una estrategia eficaz y un proyecto consensuado de sociedad, más pronto que tarde habremos de construir una Venezuela democrática. Claro está, forjar esa estrategia constituye la angustia y el reto principal de dirigentes y militantes de la oposición democrática. Y, respecto a la sociedad deseada, la actitud asumida por algunos opositores en las recientes elecciones de EE.UU., mueve a preocupación.
Chávez fue una expresión de
un populismo funesto, llevado a extremos. Destruyó las instituciones de la democracia
liberal y arruinó la economía. Escogió a Maduro para terminar de consolidar un
estado mafioso, cuya despiadada depredación sumió a los venezolanos en la peor
miseria conocida desde que se empezó a extraer petróleo en el país. La
violación sistemática del orden constitucional se amparó en una falsa realidad
construida con base en una retórica maniquea moralista, que polarizó a la
sociedad entre patriotas (los buenos) y escuálidos (los malos). En esta
narrativa, éstos conspiraban en contra del pueblo, por lo que había que
descartar las instituciones que salvaguardan la pluralidad política, el respeto
por la diversidad y el respeto por sus derechos. Eliminado el equilibrio de
poderes, Chávez abusó de los recursos del Estado para atacar y someter a los medios
de comunicación, criminalizar la protesta y perseguir a opositores. Los
descalificó con campañas de odio, señalándolos como “enemigo del pueblo” y
rebajándolos con ofensas de todo tipo. El poder sin contrapesos en manos de
Chávez, Maduro y sus cómplices, degeneró en la transgresión de derechos civiles
y humanos básicos, y en la discriminación de quien expresase ideas contrarias.
El acoso a las universidades nacionales y a los gremios completó esta
arremetida. A esas prácticas, y a la destrucción de las normas legales y de
convivencia propias de una democracia liberal, debemos la miseria inhumana
infligida hoy a tantos venezolanos.
En las
elecciones recientes de EE.UU., una cantidad no despreciable de compatriotas
--algunos con derecho a votar allá--, todos furibundos antichavistas, llenaron
las redes sociales en apoyo al presidente Trump. Sirvieron de eco a un
candidato que basó su campaña en construir una falsa realidad con base en
mentiras y alegatos ridículos sobre sus adversarios, para polarizar a los
estadounidenses entre los MAGA buenos (Make America Great Again) y
aquellos que estarían amenazando su modo de vida. Además de los demócratas, los
intelectuales y los dueños de los grandes medios de comunicación, culpabilizó
de ello a los inmigrantes. Aupó a grupos de supremacía blanca y atizó los odios
contra manifestantes de conciencia (Black Lives Matter; contra el
calentamiento global), a quienes tildó de “terroristas”. Descalificó a
periodistas críticos, acusándolos de fabricar “fake news” y de ser
“enemigos del pueblo”. Alimentó, así, un imaginario en el que el estadounidense
genuino –el pueblo—se enfrentaba a una conspiración internacional de
“socialistas”, financiada por George Soros y Bill Gates, cuya punta de lanza
sería la candidatura de Joe Biden. En desafío a las reglas de juego democrático
de su país, denunció con anticipación que, de no ser reconocida su triunfo
electoral, se habría cometido, invariablemente, un masivo fraude. Y, en
previsión de ello, forzó a destiempo el nombramiento a la Corte Suprema de una
juez aliada, de manera de asegurar una mayoría aplastante de magistrados que
pudieran interceder en su defensa.
Al quedar
claro que, efectivamente, no había sido favorecido ni por el voto popular, ni
por la mayoría de los colegios electorales de los estados, se negó a reconocer
su derrota y desplegó los poderes a su alcance para denunciar supuestas trampas
que le habrían robado su triunfo, sin presentar evidencia alguna al respecto.
De hecho, las demandas legales que su equipo interpuso contra el proceso
electoral han sido rechazadas abrumadoramente por jueces estadales –muchos
pro-Republicanos—y, una tras otra, las autoridades electorales en cada estado
han ido certificando el triunfo de Biden. Pero, a mes y medio de las elecciones,
Trump sigue insistiendo en que ganó, poniendo en entredicho la confianza del
sistema electoral estadounidense. Un 80% de Republicanos, según los sondeos,
creen que hubo fraude.
Sorprende,
entonces, que muchos venezolanos antichavistas, apoyaran a un candidato quien,
con un signo diferente, utilizó los mismos ardides contra la institucionalidad
liberal que alimentaron a Chávez. Y lo hicieron con igual pasión e intensidad
que mostraron los seguidores de éste al comienzo. De hecho, más de un furibundo
Trumpista –hoy arrepentido—, fue un furibundo chavista. Y, al igual que
entonces, hicieron suya la falsa realidad maniquea que dividió a la sociedad
entre buenos y malos, aunque ahora éstos son los “socialistas” de Biden quien,
entre otros horrores, ¡aboga por una medicina social! Conozco de venezolanos
residentes en España, beneficiarios de la excelente salud pública de este país
y a quienes el Estado Español ha suministrado otras ayudas, anotados en esta
campaña.
Lo anterior
revela una preocupante tendencia de algunos a fanatizarse tras líderes
populistas que falsean la realidad con soluciones simplistas --blanco y negro--
a situaciones que, por su naturaleza, son complejas. Y, al reducir el debate
entre la verdad única (la mía) y la conspiración artera de los otros, se
convierten en secta refractaria a toda razón. El sectarismo ancla la mente en
mitos y supersticiones, refractarios a la verificación (fact checking).
Embrutece y cierra las puertas a la convivencia democrática.
Desafortunadamente,
los venezolanos nos formamos en una cultura política en la cual un Estado
Mágico –denominación con que el antropólogo, Fernando Coronil, tituló un
libro suyo--, alimentado por una renta petrolera prodigiosa, resolvía los
problemas básicos de nuestra existencia. El culto a Bolívar nos hizo
vulnerables a prédicas populistas que se proponían traspasar las restricciones
de la democracia liberal para hacer realidad la gloria que él quiso legarnos.
Chávez fue el caudillo que, por excelencia, supo explotar estas esperanzas de redención.
No es descabellado afirmar que el apoyo a Trump de algunos venezolanos se debe,
precisamente, a ver en él al salvador que nos liberaría de la terrible
dictadura de Nicolás Maduro. Y el presidente de EE.UU. no cesó de proyectar
esta idea para ganarse el voto latino. Confieso que hubo un momento en
que yo también le creí. ¡Buche y pluma no más!
La búsqueda
de un salvador destruye la confianza en las instituciones y socava a la
democracia liberal. Son éstas las que, al asegurar los derechos civiles frente
al poder del Estado, constituyen la base de las libertades y de la convivencia
entre personas que piensan distinto. Fortalecer al poder ciudadano y resguardar
el equilibrio entre poderes que propuso Montesquieu, son antídotos inapelables
contra caudillos autoritarios que destruyen las libertades en nombre de una
voluntad única del pueblo.
Señaló el
filósofo, Daniel Innerarity en un artículo reciente[2]
que, “El desafío de la democracia liberal consiste en desplegar tanto poder
como sea necesario, pero no más, para asegurar la libertad de todos.”
¿Estamos realmente ganados para la idea de instaurar una democracia
liberal en Venezuela?
[1] Autor del libro, Venezuela, una nación devastada.
Las nefastas consecuencias del populismo redentor, Ediciones Kalathos.
[2] “El poder democrático”, El País, 03 12 2020
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