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Lo importante no es solo saber cuál camino tomará el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, después de su avasallante triunfo en las elecciones del pasado domingo 28 de febrero; sino identificar con claridad que cuando las democracias frágiles se agotan porque los partidos que las sustentan pierden toda credibilidad y empatía con las mayorías, la mesa está servida para que aparezcan liderazgos populistas y autoritarios. Venezuela es un claro ejemplo de ello. ¿Se librará El Salvador de esa tentación?
El arrollador triunfo de Nuevas Ideas, el partido creado por el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en las elecciones legislativas y de gobiernos municipales del pasado domingo 28, viene a ratificar el nacimiento de un nuevo liderazgo personal, de carácter carismático, en la república centroamericana.
Más o menos en condiciones similares a aquellas de las que emergió Hugo Chávez, Nayib Bukele surgió como una alternativa novedosa, enfrentado a las dos organizaciones que desde 1992, cuando se firmaron los acuerdos de paz, dominaban el escenario político salvadoreño. Y por lo pronto ha logrado enterrar y sustituir, no sabemos por cuánto tiempo, el sistema de partidos sobre el que se había forjado esta democracia centroamericana.
Tuve la oportunidad de asistir como observador internacional a las elecciones del pasado domingo 28 de febrero y debo confesar que, en el momento del escrutinio, realizado en una mesa del casco central de San Salvador, nunca había visto nada igual. La primera papeleta que se abrió para las elecciones del Parlamento era de Nuevas Ideas. Y a partir de ese momento, de cada diez que se abrían, ocho correspondían al partido de Bukele que, además, por primera vez participaba en una elección.
Al final, cuando los escrutinios habían avanzado quedó claro que la alianza de Bukele había ganado de manera avasallante. Obtuvo la mayoría absoluta en el Parlamento, ganó la Alcaldía de San Salvador, la ciudad capital, y salvo muy pocas excepciones, desplazó de su cargo a alcaldes de municipios que desde hace veinte años eran sólidos baluartes del Arena, la derecha, y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), la izquierda.
Lo sucedido, imposible no compararlo, se parece a lo ocurrido en las elecciones de diciembre de 1998 en Venezuela, cuando Hugo Chávez sacó de juego a Acción Democrática y Copei, los partidos que habían construido y gobernado por cuarenta años la democracia venezolana.
Con una diferencia, que en Venezuela el bipartidismo ya había sido castigado severamente en las elecciones de 1993 cuando Rafael Caldera, actuando como Saturno devorando a sus hijos, la pintura de Goya, al frente de una alianza que se conoció como “El Chiripero”, le había puesto plomo en el ala al bipartidismo.
En cambio, lo de El Salvador fue un tsunami doble. Primero, Bukele irrumpe contra Arena y el FMLN y les arrebata cómodamente la Presidencia de la República en 2019. Y, luego, el domingo pasado, 2021, su nuevo partido expulsa del Parlamento a las bancadas del bipartidismo y asume una nueva y aplastante mayoría.
Comienza, así lo afirma el Presidente, una nueva era en la vida política de un país que vivió una larga y cruenta guerra civil durante veinte años, con la cifra de 79 mil muertos y luego, en 1992, logró un acuerdo de paz que dio origen a la democracia que se ha mantenido saludable durante veinte años.
Son tres etapas. La del conflicto, la de la guerra civil, primero; la del posconflicto, la de la construcción de la democracia, después; y, la nueva, la que ahora comienza, a la que seguramente Bukele y su equipo le pondrán un nombre contundente.
La de la guerra fue una era dolorosa y trágica. No hay manera de que no aparezcan en las conversaciones, símbolos y discursos políticos sus heridas aun no curadas. Varias de nuestras guías contaron serenamente cómo fueron asesinados un padre, un abuelo o un hermano que no estaban involucrados en ninguno de los bandos, ni en la guerrilla marxista ni en la derecha pro Estados Unidos.
La figura de Monseñor Romero es probablemente la más representativa del desangre que significó aquella guerra civil. Romero, a quien Rubén Blades eternizó con su canción “El padre Antonio y su monaguillo Andrés”, fue canonizado por El Vaticano y hoy en día es la figura cimera de la religiosidad popular salvadoreña: San Romero.
La noche cuando el presidente Bukele nos recibió a los ciento cincuenta observadores internacionales, habló desde un podio con un inmenso cuadro de Monseñor Romero presidiendo la sala a sus espaldas. Fue una intervención en tono moderado pero pugnaz, centrada en alertarnos a las delegaciones latinoamericanas sobre las artimañas que, en su contra, y en contra de las organizaciones políticas que le respaldan, venía cometiendo el árbitro electoral electo por un Parlamento dominado por Arena y el FMLN.
El líder, de apenas 39 años de edad, es alguien ideológicamente difícil de clasificar. Fue miembro del FMLN después de la guerra, pero igual pertenece a una familia de origen libanés muy adinerada. Y durante un tiempo, luego de abandonar los estudios de Derecho, que no concluyó (algunos lo llaman irónicamente “El bachiller”), dejó la política y se dedicó a gerenciar, con éxito, los negocios familiares.
Por eso, en el esquema derecha-izquierda es muy difícil ubicarlo. Porque tampoco es un “centro”. Su puesta en escena es histriónica y su verbo agresivo. Es, sobre todo, un seductor. Sabe con exactitud que su fuerza está en representar hiperbólicamente el sentimiento de hartazgo de la población ante los dos partidos tradicionales, su ineptitud gerencial y, sobre todo, los actos de corrupción desmedida que cada vez más salen a flote.
Cuando lo veo en acción viene a mi memoria aquella inolvidable entrevista de Gabriel García Márquez a Hugo Chávez, cuando viaja junto a él, siendo todavía Presidente electo, en un avión desde Cuba a Venezuela. García Márquez ve alejarse de espaldas a Chávez, que ha bajado del avión en la Base Aérea La Carlota, y dice algo así como: “En realidad viajé con dos hombres. Uno que podría ser el salvador de su patria y otro que quizás sea un déspota y demagogo más de los tantos que abundan en América Latina”. Al final, el Nobel termina confesando que no sabe cuál de los dos es el verdadero.
Así ocurre en El Salvador. De una parte, están las mayorías entusiasmadas con el personaje Bukele, no con un proyecto político porque aún no queda claro cuál es. Pero están contentos con algunos hechos. Un bono en dólares, la moneda nacional, que repartió al inicio de la pandemia para compensar los efectos económicos de la cuarentena. Una bolsa con alimentos, que ha comenzado a repartir a los menos favorecidos económicamente ahora que paulatinamente se vuelve a la normalidad. La entrega masiva de laptops para la población estudiantil de menos recursos. Y la construcción en tiempo récord de un hospital y una autopista que une al Aeropuerto con San Salvador, que los gobiernos anteriores no habían sido capaces de construir.
Pero del otro lado están quienes ven en su personalidad y en muchos de sus actos una amenaza totalitaria. Su ataque feroz al Parlamento; el conflicto con la prensa, especialmente contra un medio conocido como El Faro; las fotografías de los presos de la maras -las famosas pandillas salvadoreñas-sentados humillantemente desnudos, uno detrás de otro, en el suelo de una cárcel; y, una rueda de prensa el día de las elecciones portando una gorra de béisbol colocada al revés cual rapero, haciendo campaña a favor de su partido, genera muchas reservas no solo en sus opositores sino en analistas políticos, académicos e intelectuales que le ven como una clara amenaza a la democracia.
Horacio Castellanos Moya, uno de los más reconocidos escritores salvadoreños, en una entrevista publicada en El País de Madrid, lo definió como “un Tirano Banderas milenial”. Y algunos académicos que escuché en la radio coinciden al afirmar que Bukele tiene solo dos caminos, concertar con la oposición y las fuerzas vivas de El Salvador una nueva agenda país, o irse por el camino de ejercer todo el poder y confrontar con todos los sectores que no piensen como él. Algo así como un Chávez centroamericano.
Mi aprendizaje en estos días es que lo importante no es solo saber cuál camino tomará el Presidente salvadoreño, sino identificar con claridad que cuando las democracias frágiles se agotan porque los partidos que las sustentan pierden toda credibilidad y empatía con las mayorías, la mesa está servida para que aparezcan liderazgos populistas y autoritarios. A nosotros nos tocó la demencia Chávez y la desgracia Maduro. ¿Se salvará El Salvador de esa tentación?
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