La era de los
bolichicos
Lo que ha aparecido en los portales
Armando.info, El Pitazo o Efecto Cocuyo -son solo ejemplos- sobre el entramado
de obras públicas que se han debido hacer en Venezuela pero jamás fueron
concluidas, bastaría para defenestrar a todo el tren ejecutivo del gobierno
venezolano, incluyendo a su presidente. Pero no ha sido así. En conjunto,
constituye un crimen de lesa humanidad contra el pueblo ya que ha significado,
en la práctica, ruina y dolor, miseria y muerte, para la población. ¿Quién ha
de pagar esto? Ahora se constata (antes, quizá, solo se temía) que un laxo e
irresponsable manejo de los dineros públicos, sin rendir cuentas, es imputable
a la oposición organizada.
, 02/03/202A finales de los años ochenta apareció no como una denuncia, que también lo era, sino como un pertinente compromiso con la memoria colectiva, el Diccionario de la corrupción en Venezuela, de la intelectual Ruth Capriles. Fue un texto de consulta para muchos al comienzo de los noventa. Ahora su sobrino ha resultado ser un bandolero implicado con la figura de Alex Saab, el colombiano que se iba a la isla de Antigua y Barbuda a disfrutar de unos días de asueto con los hijos de Cilia Flores (tan amigo era, y sigue siendo, de la familia presidencial). ¿No es una cruel paradoja, la del diccionario y el bandolero?
Alejandro Betancourt y Orlando Alvarado son bolichicos por
derecho propio, saltaron a la notoriedad desde la empresa Derwick.
Es un dúo arquetípico de la boliburguesía y posee sus cinco
características fundamentales: 1) Carece totalmente de
cualquier sentido de la ética, y en general de escrúpulos; 2) Carece,
igualmente, de ideología aun militando en un partido político; 3) Viene
de la clase media acomodada venezolana; 4) Es gente guapa, por
lo general bronceada, atlética, metrosexual. Cualquiera de ellos podría suceder
en Hollywood al cubano Andy García, por ejemplo.
“Todo venezolano que se precie de tal
es presa fácil de la procrastinación”
Y el punto número cinco: La
retroalimentación. Aunque el verbo suene vulgar, algo mamaron del entorno
familiar que hizo de ellos lo que son, pero ahora son ellos quienes enseñan a
sus padres cómo es que se bate el cobre. O sea, se ha invertido la carga de la
prueba. Esta semana ha estado saliendo en las redes la invasión a Los
Roques, ese paraíso hasta ahora indemne, la joya de la naturaleza criolla
a resguardo de la barbarie. Sigue siendo una joya natural pero ya no está a
salvo de la barbarie. Según el portal Armando.info, entre los
inquilinos de la nueva vecindad de Los Roques «destaca Anselmo
Orlando Alvarado, padre de Orlando Alvarado, vicepresidente de finanzas
de Derwick Associates (…). Anselmo Orlando Alvarado y los
herederos de su socio, José Sosa Rodríguez, son los propietarios de una
concesión de uso y de las bienhechurías de uno de los módulos donde florecen
las nuevas construcciones [de la isla principal del archipiélago de Los
Roques, donde el madurismo experimenta un enclave turístico de alto
consumo]».
El filósofo Baruch Spinoza,
que sabía tanto de ética, decía que no hay libre albedrío en la esfera mental
ni azar en el mundo físico. Sobre la estirpe de los bolichicos no
caben tantos miramientos ni sesudos estudios (son unos delincuentes amorales;
no solo carecen de ética, también de moral), pero sí cabría hacer con ellos una
semblanza de grupo, más allá de la descripción de sus fechorías. Una semblanza
que trate de explicar esa falta absoluta de valores. Todos
obtuvieron una educación formal de alta calidad, a todos se les abrieron
oportunidades de realización personal, de progreso. ¿De dónde viene, entonces,
esa falta de vergüenza?
…
La periodista Maru Morales ha
hecho una serie de trabajos escalofriantes en el portal Crónica Uno.
Esa es la palabra correcta, escalofriantes. Morales se detuvo a
analizar la rendición de cuentas de la Asamblea Nacional saliente y del
gobierno paralelo de Juan Guaidó, así como sus páginas web, en la
serie «Gestión bajo lupa». Constató la ausencia de explicaciones sobre los
gastos. Constató la falta de respuestas ante hechos de malversación de fondos
derivados de activos de Venezuela en el exterior o de ayuda humanitaria que
han dado gobiernos amigos y ONG internacionales. Constató que ninguno de los
dos portales, ni el de la Asamblea Nacional ni el del gobierno
encargado, mejoraron las posibilidades de la ciudadanía de hacer contraloría a
estas instituciones ni cumplieron con el mandato constitucional de
transparencia y acceso a la información pública.
Le pregunté al profesor Ronald
Balza Guanipa, quien ha estudiado a conciencia estos asuntos, sobre cómo se
manejaba la transparencia en el antiguo Congreso, tras compartir con él este
trabajo de Morales. Esta fue su respuesta:
«Te diría que, a pesar de la
corrupción, la rendición de cuentas [en los gobiernos de la democracia
representativa] tuvo una estructura muy bien montada durante décadas. Por eso
los políticos y periodistas podían detectar casos de corrupción o dudosos como,
por ejemplo, el de la partida secreta de CAP. La Ocepre primero, y la Onapre
después, debían elaborar informes oportunos, detallados y consistentes con la
información publicada por el Banco Central. Chávez llegó casi con internet en
1999 y los ministerios, así como PDVSA, BCV, Instituto Nacional de Estadística
y Contraloría tenían páginas web muy detalladas. Esto comenzó a escamotearse
desde la creación del Fonden o Fondo para el Desarrollo Nacional en 2005, al
punto de suspenderse la publicación de informes del BCV en 2013, la publicación
oportuna de cifras del BCV y del INE desde 2014 y las del presupuesto del
gobierno central desde 2015. Con Maduro toda la estructura informativa del
Estado desapareció. Por eso era tan importante que la oposición rindiera
cuentas, para marcar esa diferencia frente a Maduro. No solo por los montos que
manejaría Guaidó, sino por su carácter simultáneo de presidente encargado de la
República y de la Asamblea Nacional».
No lo hizo, Guaidó, rendir cuentas.
Hay una inercia que ha traído las cosas hasta este punto. Esa inercia forma
parte de la cultura del venezolano, no se da por generación espontánea. Toda
cultura genera sistemas de falsas creencias y mecanismos de
autojustificación y blindaje: no lo digo yo, lo dice José Antonio
Marina al hablar de las culturas fracasadas. Hay una soberbia detrás de
eso, una dejadez marcada por la postergación indefinida. Todo
venezolano que se precie de tal es presa fácil de la procrastinación.
Guaidó no es un bolichico, pero esa parte de la oposición que
representa y en la cual se han colocado tantas esperanzas, comparte
una especie de maldición.
Laxitud ante la norma ética. El vivapepismo infantil.
El ‘como vaya viniendo vamos viendo’. Agarrar por el hombrillo a toda
velocidad. El país que aparecía entre los más felices del mundo mientras se iba
hundiendo. La normalización de una dinámica, la de Tío Tigre y Tío
Conejo. En fin. Muchos padres pudientes y resueltos escupieron hacia arriba
durante años y ni cuenta se daban que lo estaban haciendo. Tal vez esto no sea
sino la vocalización del llanto por una posibilidad perdida. Cabe volver a los
clásicos del siglo XX, tratar de encontrar consuelo y luz en Mario
Briceño Iragorry o Mariano Picón Salas. «El dinero fácil
compraba a los hombres o los hundía en el carnaval de favores, humillaciones e
indignidades».
Lo cierto es que no hay razón ni
espíritu. El país, los de la cúpula y los que no forman parte de ella, se
encuentran en esa explanada, la condición igualadora, el vaticinio que se
muerde la cola como un ouroboro: para qué seguir la norma si ya tenemos el
poder.
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