CON
ROBERTO BRICEÑO – LEÓN EN EL BANCO OBRERO: una pequeña frustración
Enrique Viloria Vera
Un plano, que debí atender, ya en plan de bachiller incorporado al mercado de trabajo gubernamental, fue el de laborar en el Banco Obrero. Consumada la victoria de COPEI en las elecciones presidenciales, días después que el Dr. Caldera cumpliera sus deseos y ambiciones: banda en el pecho, llaves del cofre donde se conserva la Declaración de Independencia y la espada de Bolívar en su estuche de terciopelo, juramentado por fin como Presidente de todos los venezolanos, los astronautas nos separamos en dos cápsulas terrenales. Otra vez el objetivo no fue Marte o la Luna, ya horadada por el pie del hombre ni la ya conseguida victoria de Caldera. Nos impusimos objetivos más terrenos: la atención a marginales y campesinos, es decir, el Banco Obrero y el Instituto Agrario Nacional (IAN).
Pepe Mari, Roberto
Briceño-León, algunos del Grupo Miranda
y yo fuimos a hacer patria en el recién creado Departamento de Equipamiento de Barrios del Banco Obrero, El Chato,
Juan Luis, Pancho Parra y el Pelón se equiparon de vehículos
rústicos, como los nuestros en el Banco, y de sendos sombreros pelo é guama
para convertirse en urbanos asesores de unos productores agrarios confiados en
sus escasos conocimientos y experticias. Quienes si sabían un poco de los
asuntos urbanos y campesinos eran Teolinda Bolívar en el Banco Obrero y el Pelón
Allegrett en el IAN.
Teolinda
era menuda, parecía una vietnamita recién llegada de Saigón, con cara de susto,
risa fácil, achinadita y precisa, conocía a cabalidad su oficio, poseía un
largo currículum profesional y académico, aunque prudente y discreta no
ocultaba su entusiasmo por que le dejaran hacer lo que siempre soñó realizar.
Puso todo su conocimiento, pasión y relaciones al servicio de la causa de los
marginales urbanos.
Roberto Briceño, Pepe Mari Aízpurua y yo volvimos a reunirnos como promotores de
barrios, nos tocaba ir a unas barriadas piloto a organizar la actividad del
Departamento. Brisas del Paraíso, Sierra
Maestra y José Félix Ribas, tres barrios emblemáticos, tres puntos cardinales
de la marginalidad caraqueña debíamos atender. Armados con nuestros proyectores
de diapositivas y amparados en filminas, readaptando el método de
alfabetización de Paulo Freire (Educación como práctica de la libertad) nos dedicamos
a concienciar y organizar a los habitantes de aquellos barrios. Que fácil y que
difícil resultó todo. Fácil porque la
gente estaba ávida de estar mejor, difícil porque les costaba ser mejor. Nosotros estábamos empeñados en mejorar el
ser para que el hacer fuese más sencillo y solidario. La marginalidad no es sólo falta de agua,
luz, escaleras, casas y escuelas, es algo más: la carencia de lo que los
franceses llaman élan vital ganas de
ser distintos, de progresar. Unos pocos
lo tenían, la mayoría no.
Acostumbrados
como estaban en los barrios a recibir todo de gobiernos populistas, nos
enfrentamos con exigencias inmediatas y con frustraciones reiteradas. Afortunadamente fuimos capaces de buscar
soluciones y movilizar conciencias. De
Teolinda Bolívar aprendí que lo que vale es el equipo, lo que cuenta es el
saber multidisciplinario, atacar el asunto desde diferentes puntos de
vista. No se trataba de enfrentar el
problema de la vivienda desde el punto de vista constructivo en los exclusivos
términos de cemento y ladrillo, eso pronto lo entendimos. Con particular intuición gerencial, Teolinda
congregó en aquel Departamento un talento que paralelamente Brewer-Carías
construía en la Comisión de
Administración Pública y que la industria petrolera venezolana había
consolidado años ha, y que a mí me tocaría edificar décadas después como Decano
de Postgrado de la Universidad
Metropolitana.
La arquitecta Bolívar concitó el interés y el
profesionalismo de otros arquitectos
como Jesús y Memela Tenreiro, Edgar Jaua,
Servio Tulio Ferrer, Vicente
Irazábal, de sociólogos como Militza Rhan, mi primera gran compañera de
parrandas adultas, Yolanda Kolster y
María Margarita Vicentini, de un grupo de noveles arquitectos y estudiantes que tiempo después descollarían
con luz propia y ejecutorias distinguidas, y del psiquiatra más reputado del
país, José Luis Vethencourt, oportuno y sabio consejero. Aquel grupo de jóvenes
inquietos y entusiastas encontró en estos maestros una fuente para abrevar en
conocimientos y un manojo de cordura para morigerar pasiones y emociones.
A
Barquisimeto fuimos, a organizar la acción del Departamento en el Barrio
Unión. Jesús Tenreiro y yo tomamos una
habitación doble en el Hotel Obelisco. Jesús había ganado el concurso para edificar
la nueva sede del Concejo Municipal, construido y sin habitar permanecía.
Sorprendido el arquitecto de que la
edificación fuese aún el escenario de
largas e interminables discusiones acerca de su sala de sesiones, sin pensarlo
dos veces, nos apersonamos en el edificio para entender, no sin cierta
desesperanza, que los concejales barquisimetanos veían con temor los balcones
que desde lo alto servirían para alojar al público, a la comunidad , a sus
electores, y que más que inocentes atalayas de la civilidad democrática podrían
convertirse en almenas desde las cuales lanzar salivazos en lugar de aceite
hirviente así como sólidos y
contundentes reclamos. Jesús comprendió que el miedo y la aprehensión también
eran variables del diseño arquitectónico.
Miedo, culilllo verdadero era el que
experimentábamos todos en las noches en aquellos barrios, donde además de
soportar críticas e insultos contra el gobierno, pues gobierno éramos, debíamos
enfrentar borrachos y drogados, madres enardecidas y uno que otro ladronzuelo
que, a punta de cuchillo o pico de botella estrellada, exigía el reloj, unos
bolívares de más, la chaqueta, para al día siguiente volver a negociar su
devolución. Afortunadamente, nunca
tuvimos que dar la vida a cambio de nuestros ideales o nuestros zapatos. Vivitos y coleando íbamos del Banco al
barrio, del barrio a la casa, de la casa a la Universidad, de ésta al Banco.
José
Luis Vethencourt, sabio, dotado de una seguridad ya probada en su competencia
para enfrentar y vencer demonios
anidados en cuerpos ajenos, presumiblemente
sanos y saludables, fungía de exorcista de todos los diablos que, noche a
noche, enfrentábamos en cada reunión con los delegados al Consejo Consultivo
del barrio, éste era un mecanismo, creado por nosotros, para conciliar los
intereses de los caciques del barrio con los líderes emergentes, y
con las posibilidades de nuestros
escasos y menguados recursos para dar respuesta a todos y a todo.
Relativo
éxito tuvimos en esa nada fácil tarea de remodelar conductas y almas, ranchos y
barrios, poco en enfrentar una concepción ingenieril de plancha de zinc y
escalinatas. El magro salario recibido, los riesgos que corrimos, quedaron
ampliamente compensados con las experiencias, los sustos y las innecesarias
gracias recibidas.
A
Teolinda no la vi más, a Jesús y a Memela de vez en cuando, todavía agradezco a
los Tenreiro un cumpleaños, mi número 20, celebrado con ellos en su viejo
apartamento de la California Norte.
Sebastián
Paz, ingeniero araguato, fue el único
alegre, cuando, un aciago día, desde la Dirección de Personal del banco
llegaron numerosos sobres de despido, el mío incluido. Se acabó el proyecto y cada quien, por
derroteros distintos, con una frustración viva y motivadora se marchó a
continuar haciendo país.
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