domingo, 17 de enero de 2021

CON ROBERTO BRICEÑO – LEÓN EN EL BANCO OBRERO: una pequeña frustración

 

CON ROBERTO BRICEÑO – LEÓN EN EL BANCO OBRERO: una pequeña frustración

                                                                                           Enrique Viloria Vera




Un plano, que debí atender, ya en plan de bachiller incorporado al mercado de trabajo gubernamental, fue el de laborar en el Banco Obrero. Consumada la victoria de COPEI en las elecciones presidenciales, días después que el Dr. Caldera cumpliera sus deseos y ambiciones: banda en el pecho, llaves del cofre donde se conserva la Declaración de Independencia y la espada de Bolívar en su estuche de terciopelo, juramentado por fin como Presidente de todos los venezolanos, los astronautas nos separamos en dos cápsulas terrenales. Otra vez el objetivo no fue Marte o la Luna, ya horadada por el pie del hombre ni la ya conseguida victoria de Caldera. Nos impusimos objetivos más terrenos: la atención a marginales y campesinos, es decir, el Banco Obrero y el Instituto Agrario Nacional (IAN).

 Pepe Mari, Roberto Briceño-León, algunos del Grupo Miranda y yo fuimos a hacer patria en el recién creado Departamento de Equipamiento de Barrios del Banco Obrero, El Chato, Juan Luis, Pancho Parra y el Pelón se equiparon de vehículos rústicos, como los nuestros en el Banco, y de sendos sombreros pelo é guama para convertirse en urbanos asesores de unos productores agrarios confiados en sus escasos conocimientos y experticias. Quienes si sabían un poco de los asuntos urbanos y campesinos eran Teolinda Bolívar en el Banco Obrero y el Pelón Allegrett en el IAN.

Teolinda era menuda, parecía una vietnamita recién llegada de Saigón, con cara de susto, risa fácil, achinadita y precisa, conocía a cabalidad su oficio, poseía un largo currículum profesional y académico, aunque prudente y discreta no ocultaba su entusiasmo por que le dejaran hacer lo que siempre soñó realizar. Puso todo su conocimiento, pasión y relaciones al servicio de la causa de los marginales urbanos.

 Roberto Briceño, Pepe Mari Aízpurua y yo volvimos a reunirnos como promotores de barrios, nos tocaba ir a unas barriadas piloto a organizar la actividad del Departamento.  Brisas del Paraíso, Sierra Maestra y José Félix Ribas, tres barrios emblemáticos, tres puntos cardinales de la marginalidad caraqueña debíamos atender. Armados con nuestros proyectores de diapositivas y amparados en filminas, readaptando el método de alfabetización de Paulo Freire (Educación como práctica de la libertad) nos dedicamos a concienciar y organizar a los habitantes de aquellos barrios. Que fácil y que difícil resultó todo.  Fácil porque la gente estaba ávida de estar mejor, difícil porque les costaba ser mejor.  Nosotros estábamos empeñados en mejorar el ser para que el hacer fuese más sencillo y solidario.  La marginalidad no es sólo falta de agua, luz, escaleras, casas y escuelas, es algo más: la carencia de lo que los franceses llaman élan vital ganas de ser distintos, de progresar.  Unos pocos lo tenían, la mayoría no.

Acostumbrados como estaban en los barrios a recibir todo de gobiernos populistas, nos enfrentamos con exigencias inmediatas y con frustraciones reiteradas.  Afortunadamente fuimos capaces de buscar soluciones y movilizar conciencias.  De Teolinda Bolívar aprendí que lo que vale es el equipo, lo que cuenta es el saber multidisciplinario, atacar el asunto desde diferentes puntos de vista.  No se trataba de enfrentar el problema de la vivienda desde el punto de vista constructivo en los exclusivos términos de cemento y ladrillo, eso pronto lo entendimos.  Con particular intuición gerencial, Teolinda congregó en aquel Departamento un talento que paralelamente Brewer-Carías construía en la Comisión de Administración Pública y que la industria petrolera venezolana había consolidado años ha, y que a mí me tocaría edificar décadas después como Decano de Postgrado de la Universidad Metropolitana.

 La arquitecta Bolívar concitó el interés y el profesionalismo de otros  arquitectos como Jesús y Memela Tenreiro, Edgar Jaua,  Servio Tulio Ferrer,  Vicente Irazábal, de sociólogos como Militza Rhan, mi primera gran compañera de parrandas adultas, Yolanda Kolster y  María Margarita Vicentini, de un grupo de noveles arquitectos  y estudiantes que tiempo después descollarían con luz propia y ejecutorias distinguidas, y del psiquiatra más reputado del país, José Luis Vethencourt, oportuno y sabio consejero. Aquel grupo de jóvenes inquietos y entusiastas encontró en estos maestros una fuente para abrevar en conocimientos y un manojo de cordura para morigerar pasiones y emociones.

A Barquisimeto fuimos, a organizar la acción del Departamento en el Barrio Unión.  Jesús Tenreiro y yo tomamos una habitación doble en el Hotel Obelisco.  Jesús había ganado el concurso para edificar la nueva sede del Concejo Municipal, construido y sin habitar permanecía. Sorprendido el arquitecto de que  la edificación  fuese aún el escenario de largas e interminables discusiones acerca de su sala de sesiones, sin pensarlo dos veces, nos apersonamos en el edificio para entender, no sin cierta desesperanza, que los concejales barquisimetanos veían con temor los balcones que desde lo alto servirían para alojar al público, a la comunidad , a sus electores, y que más que inocentes atalayas de la civilidad democrática podrían convertirse en almenas desde las cuales lanzar salivazos en lugar de aceite hirviente  así como sólidos y contundentes reclamos. Jesús comprendió que el miedo y la aprehensión también eran variables del diseño arquitectónico.

 Miedo, culilllo verdadero era el que experimentábamos todos en las noches en aquellos barrios, donde además de soportar críticas e insultos contra el gobierno, pues gobierno éramos, debíamos enfrentar borrachos y drogados, madres enardecidas y uno que otro ladronzuelo que, a punta de cuchillo o pico de botella estrellada, exigía el reloj, unos bolívares de más, la chaqueta, para al día siguiente volver a negociar su devolución.  Afortunadamente, nunca tuvimos que dar la vida a cambio de nuestros ideales o nuestros zapatos.  Vivitos y coleando íbamos del Banco al barrio, del barrio a la casa, de la casa a la Universidad, de ésta al Banco.

José Luis Vethencourt, sabio, dotado de una seguridad ya probada en su competencia para enfrentar y vencer  demonios anidados en cuerpos ajenos,  presumiblemente sanos y saludables, fungía de exorcista de todos los diablos que, noche a noche, enfrentábamos en cada reunión con los delegados al Consejo Consultivo del barrio, éste era un mecanismo, creado por nosotros, para conciliar los intereses de los caciques  del barrio con los líderes emergentes, y con las posibilidades de nuestros  escasos y menguados recursos para dar respuesta a todos y a todo.

Relativo éxito tuvimos en esa nada fácil tarea de remodelar conductas y almas, ranchos y barrios, poco en enfrentar una concepción ingenieril de plancha de zinc y escalinatas. El magro salario recibido, los riesgos que corrimos, quedaron ampliamente compensados con las experiencias, los sustos y las innecesarias gracias recibidas.

A Teolinda no la vi más, a Jesús y a Memela de vez en cuando, todavía agradezco a los Tenreiro un cumpleaños, mi número 20, celebrado con ellos en su viejo apartamento de la California Norte.

Sebastián Paz, ingeniero araguato, fue el único alegre, cuando, un aciago día, desde la Dirección de Personal del banco llegaron numerosos sobres de despido, el mío incluido.  Se acabó el proyecto y cada quien, por derroteros distintos, con una frustración viva y motivadora se marchó a continuar haciendo país.

 

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