Tomado de www.elmundo.es
Los reunidos en Davos tenían este año razones para estar contentos. Las Bolsas de valores superan máximos, los beneficios empresariales se recuperan, la política monetaria es expansiva sin que ello haga repuntar la inflación, el FMI revisa al alza las perspectivas de crecimiento económico y las nuevas tecnologías están abriendo enormes posibilidades de beneficios empresariales mediante mejoras de eficiencia hasta ahora insospechadas.
También, y no es contradictorio, han apuntado realidades para sentirse preocupados, porque existen elementos en nuestra realidad mundial para articular un relato optimista de la situación y su tendencia, pero también podemos encontrar otros para la preocupación, vinculada no solo a los riesgos objetivos existentes, como la desigualdad creciente o la lucha contra el cambio climático, sino también a la incapacidad aparente en nuestras instituciones actuales para hacer frente a los mismos.
Las herramientas sociales que hemos construido en el mundo durante las últimas décadas han llegado a su límite y presentan serias deficiencias para encauzar los nuevos problemas que plantean los cambios actuales que podemos centrar en torno a lo que ya se llama la Cuarta Revolución Digital, la vinculada a la Inteligencia Artificial.
La realidad de un cambio tecnológico transversal de tal magnitud que afecta, por tanto, a muchos aspectos de nuestra sociedad está centrando una preocupación creciente. Hablamos de que la tecnología está cambiando ya, de forma acelerada, la manera de producir, de transportar, de comprar, de trabajar, de comunicarnos, de aprender, de vivir.
Y ello se produce, además, en un marco de referencia mundial, con empresas y mercados globales, mientras mantenemos, todavía, el marco nacional para gestionar, desde lo público, la mayor parte de la regulación y del control de estos nuevos mercados y de las nuevas realidades generadas por las posibilidades que abre la tecnología. Ello es lo que plantea, en su origen, la necesidad de reflexionarsobre cómo se debe, si se debe, gestionar este cambio en lo que se llamó la gobernanza del mismo y que tiene, al menos tres dimensiones: los gobiernos, las empresas, los ciudadanos.
Partimos siempre de cuatro apriorismos, cada uno de ellos discutible por separado: que el cambio es imparable, incluso acelerado; que es globalmente positivo; que somos capaces de controlar socialmente tanto su ritmo de difusión, como sus principales impactos; y, por último, que controlarlo sería beneficioso para la mayoría.
Aceptando estos principios, la primera reflexión sería sobre qué valores se asienta la pretendida gobernanza del cambio, cuáles son los principios de ordenación social que deben guiar las medidas concretas que darán cuerpo a la misma. Y aquí, entrando en ellos, es cuando nos situamos en un terreno ideológico nuevo que está más allá del liberalismo clásico y de la vieja socialdemocracia al alterar algunos de los supuestos tradicionales que hacían reconocibles a estas dos grandes corrientes del pensamiento y de la acción política.
Por citar sólo dos, a título de ejemplo: la maximización del beneficio o del valor de la acción para el propietario a corto plazo no pueden seguir siendo el único principio que mida la correcta actuación de unas empresas globales que deben incorporar en su ecuación de equilibrio su responsabilidad como agentes activosen asuntos tan importantes como la formación de sus empleados, la reducción de emisiones contaminantes o una acción social vigorosa.
Por otra parte, el Estado, como instrumento esencial para el buen funcionamiento del conjunto económico por su papel regulador, supervisor y cohesionador, debe esforzarse por realizar su labor con la máxima eficiencia, desde el respeto al equilibrio presupuestario a lo largo del ciclo económico y demostrando que si tiene la obligación de ayudar a quien lo necesita, éstos tienen la obligación, también, de aprovechar la ayuda recibida.
La gestión del cambio implica, pues, alterar la concepción tradicional de relación entre lo público y lo privado, haciendo más fluidas sus relaciones y, por tanto, más transparentes, así como la interrelación entre lo individual y lo colectivo. Todo ello sin olvidar la necesidad de establecer instituciones supranacionales que permitan hacer frente al campo de actuación de las nuevas empresas globales.
La magnitud y características del desafío son de tal calibre, que las viejas referencias ideológicas se nos quedan estrechas. Como se dice a menudo, comprometerse a combatir el cambio climático o a impulsar la digitalización: ¿es de izquierdas o de derechas? Mi respuesta es que se puede hacer con valores atribuidos a la izquierda o con valores más próximos a la derecha pero, también, desde una nueva zona de concurrencia que esté más allá de ambos a la vez que incorpora lo mejor de ambos.
Esto no significa "el fin de las ideologías", sino reconocer que existen problemas nuevos para los que las viejas fórmulas de las ideologías clásicas pueden quedarse obsoletas y, ante retos diferentes, tenemos que renovar también la manera en que los abordamos.
El cambio tecnológico, como se señala desde el Centro para la Gobernanza del Cambio recientemente creado en el IE y uno de los pocos dedicados al asunto con base en España, debe entenderse, anticiparse y gestionarse tanto en sus aspectos empresariales, como políticos o sociales. La innovación está impactando ya, sobre la educación/formación, el empleo y su retribución, o la competencia monopolística que genera su difusión. Hoy, por ejemplo, sabemos que para 2030 la mitad de los puestos de trabajo actuales estarán automatizados o robotizados, a la vez que sólo sobrevivirán las empresas que utilicen de manera preferente el big data y la IA.
Pero, ¿de verdad somos conscientes de lo que esto va a significar sobre la desigualdad social, por ejemplo, si no hacemos nada para gobernarlo de manera consciente y compensatoria? Si para que las empresas incorporen las nuevas tecnologías, hace falta que acometan un importante cambio cultural y organizativo interno, ¿qué cambios no hará falta hacer en la sociedad? Estos son los asuntos sobre los que me gustaría escuchar a los políticos democráticos, incluidos los españoles. Porque si no lo hacen, solo oiremos a los asistentes a Davos y a los demagogos.
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